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miércoles, 27 de agosto de 2014

Capítulo 7.

Me desperté más temprano que de costumbre, sin necesidad de despertador. Raro en mí.
Pronto estuve ya levantada, y ya que me sobraba tiempo, decidí darme una buena ducha de agua fría, para despejarme.
Cuando salí, media hora después, me peiné con una simple cola alta, dejando mi pelo secarse al aire libre, y me vestí con una camiseta gris de tirantes metida por dentro de mis vaqueros rotos, unas converse blancas, una chaqueta de cuero color crema y, como toque final, un brazalete de plata fina.
Bajé hacia la cocina, intentando hacer no hacer el más mínimo ruido para no despertar a mi familia, que aún dormían. Desayuné un zumo de naranja, algo ligero, y una napolitana. Justo cuando acababa de abrir esto último, llamaron al timbre.
—Muy buenos días, bella dama, hoy está deslumbrante. Coge tus cosas y vámonos ya. Vamos, vamos, vamos… –dijo Keegan tan rápido como pudo nada más abrirle la puerta. Entró en mi casa hacia la cocina y recogió todo lo que había dejado de mi desayuno encima de la isla. Volvió hacia a mí, recogió de al lado de la puerta mi mochila, se la colgó al hombro, me empujó hacia la calle y cerró la puerta.
—¿Pero qué…? –no me dejó terminar. Cogió mi mano y se la llevó a la altura de la cara, mordiendo la napolitana, intacta, que aún llevaba yo sujeta–. ¡Oye, que es mía!
—Pues muy rica. Casera, ¿verdad? Me encanta. Venga vamos –volvió a hablar a una apresurada velocidad. Justo después bajó las escaleras del porche y se dirigió al coche que estaba justo en frente de mi casa, donde, en el maletero, guardó mi mochila, para luego dirigirse al asiento del copiloto.
— ¿Hola? –“saludé” al abrir la puerta del coche.
Mi prima iba al volante, y Keegan montó a su lado.
¿Qué era eso que tenía que tenía él tan importante? A mí me parecía una simple mañana más, aunque con el rubio ocupando mi sitio.
Cuando llegamos al instituto nos encontramos con María, que nos estaba esperando, pero muy a mi sorpresa, en vez de dejar que saliésemos, entró ella al coche, y entonces fue cuando pude formular mis dudas, ya que Aroa me había obligado a mantener la boca cerrada todo el camino.
Qué agresiva.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no bajamos? –pregunté.
—Hoy no vamos al instituto –me respondió el oji-azul con una sonrisa cínica plantada en la cara–. He tenido la maravillosa idea de saltarnos las clases porque esta mañana hay partido del Barcelona B y he conseguido cinco entradas gratis en un muy buen sitio, ya que uno de los jugadores me debe un favor.
—Pero Keegan, no podemos hacer eso, ¿hola? ¿Soy la única que piensa?
—Vamos Nerea, no es la primera vez que lo haces… –me “animó” mi gran amiga María.
—¿Tú también? –le pregunté. No era normal en ella, aunque ya lo hubiese hecho un par de veces también. A mi prima no le pregunté, puesto que era común en ella. Resoplé–. Mis padres me van a matar.
Dando por sentado que había dicho que sí, todos emitieron una risa de victoria y arrancaron, dirección al Mini Stadi.
Una vez allí entramos sin problemas. Al parecer Keegan si que tenía contactos, y pudimos saltarnos la cola entera que esperaba a conseguir que facturasen su entrada. Nos lo pasamos bastante bien. El estadio casi se llenó entero, y el partido estuvo bastante bien. Muy entretenido. Y era muy gracioso ver al chico y a mi prima sufrir y gritar cada vez que fallaban o marcaban gol, o sucedía cualquier cosa que les molestaba. Y los bailes que se marcaban los dos cada vez que el Barcelona B conseguía un penalti o marcaban, eran épicos. Hubo uno que incluso llegué a grabar y subí a todas las redes sociales posibles.

—Creo que iré a comprar cualquier cosa para picotear, ¿alguien quiere algo? –dije levantándome de mi asiento. Cada uno me pidió algo de beber y unas patatas para todos, y tomé camino hacia las escaleras más próximas para poder bajar donde estaban los puestos. El descanso acababa de empezar.
Las colas de los pocos puestos que había en la entrada del estadio eran enormes. El fútbol sí que da hambre, pensé.
Diez minutos después, cuando estaba a dos personas del puesto de perritos calientes, un sudoroso Keegan apareció corriendo en mi dirección.
—Vaya, incluso empapado de sudor estás bueno. ¿Cómo lo haces, Hobbs?
—Genética, Dou –me sonrió–. He venido porque estás tardando mucho, y el partido vuelve a empezar.
—Ya me queda poco –respondí, señalando a la persona que acababa de terminar de pedir y ya se iba, haciendo avanzar la fila.
Mi amigo asintió, y se quedó conmigo esperando, con las manos metidas en los bolsillos.

Nuestros pies se despegaron del suelo sin siquiera darnos cuenta, como si alguien muy grande capaz de abrazarnos a todos los que allí nos encontrábamos nos hubiese levantado y dejado caer un par de metros más allá de mala manera, sobre el duro suelo. Eso acompañado de un potente calor que nos abrasó el cuerpo.
Quedé aturdida durante lo que debieron ser varios y eternos minutos. Un agudo pitido inundó todo aquel tiempo mi cabeza, aturdiéndome por completo. Cuando al fin pude levantarme, pude ver un puñado de policías y unas pocas ambulancias, que quedaban a lo largo de la calle, en frente del estadio.
Tocaron mi hombro y me di la vuelta de inmediato, sobresaltada, consiguiendo distinguir, a duras penas, la delicada cara de mi prima justo delante de mí.
Intentaba comunicarse conmigo, pero yo apenas escuchaba palabras sueltas y lejanas, sin entender nada por culpa del pitido que aún no acababa de desaparecer de mi cabeza.
Al final logré espabilarme, no mucho tiempo después, y ya oía todo con claridad: sirenas de policía, bomberos y ambulancias... Había mucha confusión en el ambiente.
—¿Qué ha pasado? –pregunté cuando conseguí articular palabra.
—Al parecer la banda esa que tanto se ha hecho notar últimamente ya no se conforma solo con robar –me respondió–. Han causado una pequeña explosión  –aclaró–. Afortunadamente, como ya he dicho, ha sido una detonación leve. Como la última que pusieron en la Basílica del Pilar, en Zaragoza. Un susto nada más.
Asentí con la cabeza, respirando hondo.
—¿Y Keegan?
Aroa señaló a una ambulancia situada cerca de nosotros. Él estaba sentado en la parte trasera de la furgoneta, con una chica de urgencias revisándole el brazo. María estaba con él.
—Le están colocando el hombro y curándole unas cuantas quemaduras. Nadie ha resultado gravemente herido, tranquila. Por cierto, deberías ir a que te mirasen eso –apuntó la parte trasera de mi cabeza. Me llevé la mano al lugar.
Sangraba, aunque no a borbotones, y ni siquiera me había dado cuenta.
—Perfecto –ironicé. Había aterrizado sobre mi cabeza en el momento en el que la fuerza de la explosión nos había lanzado hacia atrás–. Me voy a quedar tonta –suspiré, elevando las cejas.
Dos golpes en menos de tres días. Esto ya se estaba volviendo costumbre.

Estaba acostada en el sofá, con la radio puesta en la emisora que más me gustaba. Realmente ponían la mejor música.
Mis padres acababan de marcharse con mi hermano a un cumpleaños.
Cuando llegué a casa, sobre las doce y media, y me vieron entrar con una venda rodeándome toda la cabeza, lo primero que hicieron fue tratarme como una discapacitada. Lógico.
Aunque después de hacerme los típicos cuidados de padres curanderos, y de contarles, como respuesta a sus preguntas, lo del asalto al estadio, llegó el momento que yo más temía: la gran y catastrófica bronca que me echaron por saltarme las clases.
Todo terminó con un castigo de dos semanas sin dejarme tener vida social y centrándome únicamente en los deberes y tareas de la casa.
—Definitivamente no vuelvo a saltarme las clases en la vida –dije para mí misma con un brazo tapándome la cara.
—Me parece bien.
Me levanté del sofá de un salto en cuanto oí aquella voz, emitiendo un agudo grito a la vez que usaba un cojín como arma. Sí, muy práctico como forma de defensa en caso de peligro, lo sé.
—¿Qué haces aquí? Y, ¿por dónde has entrado? –pregunté, una vez me hube calmado un poco.
Volví a sentarme en el sofá, con una mano en el pecho, intentando recuperar el ritmo normal de mi corazón, y regular mi respiración.
—La ventana de tu habitación estaba abierta.
—¿Y por qué no pruebas a llamar al timbre de vez en cuando? Ya sabes, como las personas normales –le espeté, mirándole. Estaba sentado en el sillón a un lateral del sofá, paralelo a este, mirándome–. Te dije que no volvieses por aquí, Scott.
—Ya, lo sé.
—Pues no parece que me hayas hecho mucho caso.
—No te prometí nada.
Sí, lo recordaba. ‘’Lo siento’’, había dicho.
Sonreí sin querer al recordarlo, y borré aquel gesto en cuanto pude reaccionar.
—No me has respondido, ¿qué haces en mi casa?
Se quedó mirándome sin articular palabra, con esos ojos azules que podrían derretir glaciares enteros.
—Quería asegurarme de que estabas bien –contestó tiempo después, sin ninguna expresión en la cara.
Esa respuesta me tomó por sorpresa. No me la esperaba, y por ello el corazón volvió a irme más deprisa. Y como si él lo hubiese notado, me dedicó una media sonrisa chulesca.
—Pues estoy muy bien, gracias. Aunque parece que voy siguiendo a los tuyos, porque…
—No son los míos. Estaba dirigido por otra persona  –me interrumpió–. Ni siquiera me constaba que fuesen a poner aquella bomba. Al menos solo ha sido un susto. No iban a matar a nadie, aunque sí que explotó en el sitio equivocado. Da gracias a que no hay heridos graves –rió. Como si ese tema fuese gracioso.
Recosté la cabeza en el respaldo del sofá y me quedé mirando a un punto fijo de la televisión apagada.
—¿Cómo sabías que yo estaba ahí?
—Creo que no es asunto tuyo –se puso en pie.
—Pues crees mal –le repliqué, poniéndome delante de él.
—Ya, claro. Me tengo que ir.
Caminó con paso lento hacia la puerta, mientras se colocaba la chupa de cuero negra que habría dejado sobre el respaldo del sillón al llegar.
Mientras andaba me fijé en que llevaba una camiseta de manga corta completamente blanca, unos pitillos negros que, francamente, le quedaban verdaderamente bien y unas botas del mismo color. Y eso junto a la chupa que ahora llevaba puesta… era un espectáculo digno de contemplar.
—¿Miras así a todos los que entran a tu casa? –me preguntó, con una media sonrisa prepotente pegada en la cara. Fue ahí cuando me di cuenta de que estaba mordiéndome el labio. Sí, frente a él. Vaya idiota estaba hecha.
Me sonrojé y él rió.
—Bueno, tengo cosas que hacer –abrió la puerta y salió, bajando las escaleras del porche. Allí se paró, dándose la vuelta para volver a mirarme–. Por cierto, para que dejes de preguntar: entro así en tu casa para más precaución. No creo que a tus padres les hiciese mucha gracia verme por aquí.
— ¿Y tú que sabes? No conoces a mis padres.
—Sí, bueno… –esbozó una pequeña risa, bajando la vista a sus manos, metidas en los bolsillos de la chaqueta. ¿Qué había querido decir con eso?
Decidí no estrujarme la cabeza con más preguntas. No más de las que generaba ese chico cada vez que hablaba conmigo.
—¿Sabes? Tengo una idea para que no te la vuelvas a jugar ni con mis padres, ni pudiendo abrirte la cabeza escalando mi ventana.
—Ah, ¿sí? ¿Cuál?
—No vuelvas más. Te lo repito de nuevo –él soltó una corta pero sonora carcajada, volviendo a mirarme.
—Ya, claro –me contestó, dándose la vuelta y entrando en un Range Rover negro situado justo delante de mi jardín-. Nos vemos, Dou –se despidió de mí, marchándose en ese enorme 4x4.

Entré de nuevo en la casa y me desplomé en el sofá en el que anteriormente había estado descansando.
Sonó mi móvil.
Siempre tan oportunos todos.
-Número desconocido: Deberías dejar de repetirlo tanto -17:20
-¿Qué? -17:21
-Número desconocido: Que eres cansina pidiendo algo que sabes que nunca va a pasar -17:22
Una carcajada se escapó de mi boca.
Ya sabía quién era, aunque me costaba asimilar que dijese eso.
-¿Cómo has conseguido mi número, Parnell? -17:22
-Scott Parnell: Deberías llevar cuidado con dónde pones tu teléfono, princesa. -17:23
Ahora que caía, había tenido todo el tiempo en el bolsillo de los pantalones, pero cuando había sonado escasos minutos antes, lo había cogido de la mesa del salón. Sí que tendría que vigilarlo, sí.
-¿Ahora también tienes dotes de carterista? -17:23
-Scott Parnell: Hay que saber un poco de todo. -17:23

-Scott Parnell: Mañana nos vemos, princesa. -17:24

domingo, 17 de agosto de 2014

Capítulo 6.

A penas pude dormir.
María se quedó en mi casa la noche anterior y estuvimos hasta avanzadas horas de la noche hablando sobre lo que había pasado horas antes.

—Vamos Nerea, muévete o el profesor de matemáticas nos pondrá en evidencia delante de la clase –me decía mientras se calzaba sus bailarinas. Yo tenía la cabeza apoyada contra el armario y con la camiseta colgando del cuello, a medio poner.
—Tengo sueño. Solo hemos dormido cuatro horas.
—Yo también tengo sueño y mírame –me respondió dando pequeños saltos como un canguro de un lado a otro de la habitación–. Tachán.
La miré de reojo. Parecía tonta, pero me hizo gracia verla, así que reí y, con mucho esfuerzo conseguí despegarme del armario, dejando un círculo rojo en mi frente por la presión, y seguí vistiéndome.
Cabe decir que con un gran esfuerzo por mi parte.

Media hora después ya poníamos el pie en el instituto, llevadas por mi prima, de nuevo, cuyas preguntas sobre por qué estábamos tan cansadas y tan raras no cesaban. Además de alguna que otra broma sobre nuestras caras de drogadictas-alcohólicas.
La mañana fue como siempre, excepto por alguna que otra pregunta por el gran parche que llevaba en la parte alta de mi frente, tapando la herida que el día anterior me había hecho al caer. Al final el profesor de matemáticas, “Don Quintín”, como algunos lo llaman, nos castigó por llegar dos minutos tarde, y la maestra de inglés volvió a romper otro par de gafas. La explicación simple es que sufre un trastorno de bipolaridad.


—Bueno, y para terminar la última clase de hoy, tengo una sorpresa para vosotros, queridos alumnos –decía nuestra pelirroja profesora de arte plantándose delante de la pizarra–. Os voy a mandar un trabajo que consistirá en hacer un dibujo al óleo en lienzo –un quejido grupal inundó la clase–. No os quejéis chicos. Lo divertido va a ser que lo haréis por parejas y consistirá en hacer un cuadro que deberá tener, de una manera u otra, relación con el del compañero. Me explico –se dirigió hacia su mesa y sacó de debajo un par de cuadros–: en estos cuadros podéis ver cómo en uno, hay un candado cerrado y en el otro una llave con los mismos motivos decorativos que el cerrojo, además, hay una cinta rosa en cada cuadro, que si unimos forman una. Esto es a lo que me refiero: compatibilidad. No es tan difícil –habló, guardando, mientras, los cuadros. Resoplé.
—Ya, pero siempre cuesta ponerle ganas.
—Pues habrá que dejar de ser tan vagos y hacer algo productivo, Nerea –roté los ojos.
—En fin, al menos podemos hacer algo razonable. Total, nos conocemos bastante –le dije a María, pero fui interrumpida por la maestra.
—Ah, no, no, no... –rió–. No se lo he dicho: las parejas las he elegido yo. Ya las tengo distribuidas.
—¿Qué? Pero, ¿por qué? –preguntó Alexis, un compañero.
—Porque los conozco muy bien, señores, y quiero evitar que elijan a los mismos de siempre –mierda– ya que sé que será demasiado fácil. Por eso voy a complicarlo un poco, además, os ayudará a relacionaros con más gente con la que no soléis hablar -volvió a su mesa y se sentó en ella. Cogió su libreta y la abrió por una página donde había un montón de nombres.
Empezó a nombrar a todas las parejas que ella misma había elegido para el dichoso trabajo, mientras que yo tenía la barbilla apoyada en mi mano.
—María Llano con Rosa Pérez –oh, no–, y Nerea Dou con Scott Parnell.
—Cómo no –dije en voz alta, expulsado un gran y sonoro resoplo.
—¿Tiene algún problema, señorita Dou?
—No, claro que no. A sus órdenes, señora –ironicé.
—No le hables así a nuestra profesora, Nerea. Muy mal –rió él un par de filas más atrás que yo.
—Tú te callas.

Estuve todo el camino a casa hablando con María sobre lo molesto que iba a ser tener que trabajar con Scott. Por una parte no quería estar tanto tiempo con él, porque me ponía nerviosa, pero por otra parte sí que tenía ganas de pasar el rato fuese necesario, todo para saciar la intriga que despertaba en mí ese chico de precioso ojos azules. Y me odiaba a mí misma porque hubiese una parte de mí que sí quisiera conocerle.

—Bueno chicas, me voy a comprar. Si necesitáis algo, me llamáis –nos dijo mi madre saliendo por la puerta.
—Sí, mamá –le contesté y cerró la puerta con un sonoro portazo–. Que delicada es –reímos mi amiga y yo.
—Y que lo digas... Bueno, creo que esto ya está –informó cerrando su libro de ciencias y metiendo todo a su mochila–. Oye, Nerea, ¿te parece que cuando termines vayamos al hospital?
—¿Para qué? –no dejé que contestara, porque con su mirada me lo dijo todo–. Oh, no María... No quiero involucrarnos más en el asunto. No –sentencié volviendo a mis deberes.
—Vamos, será un rato nada más. Además, le ayudamos a salvarse. Seguro que quiere darnos las gracias.
—Seguro –ironicé. A partir de ahí, durante los tres minutos siguientes, no hizo más que rogarme por ello.
Muy a mi pesar, accedí.
—Bueno vale. Que pesada eres. No te quedas sin aire, eh. Iremos, pero no nos quedamos mucho rato.
—¡Bien! Gracias.
Tal y como le dije, fuimos justo después de que yo terminase mis tareas.
El hospital quedaba bastante lejos de mi casa, así que tuvimos que ir mediante autobús. Tardamos bastante en llegar, alrededor de cuarenta y cinco minutos, más o menos.
—Perdone, venimos a ver a un chico que fue ingresado ayer. Pelo castaño y ojos del mismo color. Lo trajeron porque había recibido un balazo en la pierna. ¿Sabe si está estable? ¿Puede recibir visitas? –hablaba María con la recepcionista.
—Sí, claro, ya está despierto y puede recibir visitas. ¿Son familiares? –yo negué con la cabeza.
—No, no. Somos las chicas que lo encontraron herido –la mujer tecleó en su ordenador. Desde que habíamos entrado no había podido dejar de mirarla.
A juzgar por su aspecto, tendría unos sesenta y pocos años. A punto de jubilarse, seguramente. Era una mujer de apariencia débil y menuda. Su piel era blanca como la leche y muy arrugada, reflejo del transcurso de su, aparentemente, aburrida y pesada vida. Tenía los ojos verdes pardos, con los párpados extremadamente maquillados de un azul intenso, y delineados de mala manera. Sus labios eran finos, tanto que apenas se distinguirían si no fuese por el lápiz labial rojo que los resaltaba, y sobre su nariz, pequeña y aguileña, reposaban unas grandes gafas redondas de montura blanca, muy llamativas a pesar de su discreto color.
—De acuerdo. Habitación doscientos treinta y seis, tercera planta.
—Gracias.
Subimos directas a donde nos marcó la simpática recepcionista, con alguna ayuda de los médicos que nos encontramos por los pasillos.
El último al que nos encontramos, un hombre de unos aparentes cuarenta años, calvo y de ojos azules que vestía una larga bata blanca, nos acompañó hasta la sala, donde nos dijo que nos quedásemos un momento en la puerta, mientras él entraba.
—Señor Harries, unas señoritas han venido a visitarle. Dicen que son las que le encontraron ayer -oímos la voz del doctor en el interior de la habitación. Después se hizo el silencio durante unos cuantos segundos, hasta que le vimos salir por la puerta. Nos dio paso con una suave inclinación de cabeza y se marchó por uno de los pasillos.
María fue la primera en pisar el interior del cuarto.
—Permiso –dijo con vergüenza, mientras entraba a paso lento.
Nada más acceder al interior se podía ver perfectamente todo el lugar. La cama en la que se encontraba el chico estaba pegada a la pared izquierda, al lado de las ventanas, y en la pared de la derecha, justo en frente de la cama se situaba un gran sofá de color granate oscuro, que se podía ver de lado al abrir la puerta, y donde pude distinguir que había una mujer tumbada, durmiendo.
—Vaya, hola, me alegra poder veros sin tener una bala incrustada en el gemelo. Pensé que no ibais a venir.
—Sí, bueno, queríamos ver cómo estabas. Me asustó bastante verte así –rió nerviosa María, mientras miraba fijamente los ojos del chico.
—¿Tu pierna está bien? –pregunté, atrayendo la atención de él, que miraba a María.
—¿Eh? Ah, sí. Afortunadamente no ha llegado muy lejos ni ha tocado hueso. Y ayudaste mucho presionando la herida, así que me recuperaré, aunque tardaré bastante –me sonrió. Vaya, es bastante guapo.
—Me alegro. Por cierto, soy Nerea –me presenté–, y ella es María.
—Encantado. Yo soy Finn –volvió a sonreírnos, esta vez a las dos. En ese momento oímos ruido en la zona donde se encontraba el sofá, por lo que dirigimos nuestra atención hacia allí–. Oh, mamá.
—Así que vosotras sois las que salvasteis a mi hijo, eh. No sabéis lo mucho que os lo agradezco –nos agradeció la mujer que anteriormente habíamos encontrado durmiendo en el sofá, mientras nos abrazaba fuertemente. Era una mujer bastante amplia y robusta, de brazos y piernas anchas, y de altura igual que yo. Su pelo era largo y liso, de color rubio y ojos azules eléctricos. Quién diría que es su madre–. Ay, mi pequeño Finn...
—Mamá, tengo diecisiete años, por favor –dijo, apartando de su propia cara la mano de su madre, cual había puesto para acariciarle la mejilla. Reímos.
—Bueno, ya te dejo. Iré a tomarme un té a la cafetería del hospital. Encantada de conoceros, chicas –le sonreímos y, dicho eso, cogió su bolso y salió de la habitación.
—Y... Finn, ¿no te han preguntado nada sobre cómo acabaste con un balazo en la pierna? –negó con la cabeza, también notoriamente extrañado–. ¿Ni cómo te encontramos?
—No, no me han preguntado nada de nada. Simplemente se han dedicado a curarme. ¿A vosotras tampoco os han interrogado?
—Qué va. No hemos dicho nada a nadie. Nos lo hemos guardado. No quiero meterme en líos –contesté.
—¿Y tu madre? Te habrá dicho algo –le dijo María.
—Tampoco. Ni si quiera ella me ha planteado una sola cuestión...
—Qué raro... –comentó María, con una mano en su barbilla.
—Sí... ¿Y cómo conseguisteis encontrarme?
—Tus aullidos nos guiaron –le respondí, graciosa. Él rió–. Y tú, ¿cómo llegaste ahí?
—Si queréis saber la verdad, no lo sé. Lo único de lo que me acuerdo es que yo estaba caminando en dirección a un restaurante de comida rápida para picar algo, cuando noté que algo me atravesaba la pierna, caí al suelo, cuando levanté la mirada, vi al hombre que te atacó –me dijo a mí–, y lo siguiente que recuerdo es verme tirado en aquel lugar detrás de aquella fea casa.
—Vale, es muy extraño... –comentó mi amiga mirándome a mí, haciendo énfasis en el “muy”.
—¿Recuerdas haberte dado un golpe en la cabeza al caer al suelo? A lo mejor te desmayaste por eso... –él negó con la cabeza.
Me quedé mirando fijamente a algún punto de la habitación, pensando, cuando el sonido de la puerta irrumpió en la sala. Volteamos a ver.
—Señoritas, la hora de visitas está a punto de terminar. El señorito Harries necesita descansar.
—Sí doctor, enseguida nos vamos –el hombre asintió con la cabeza y salió de la habitación.
—Bueno, un placer poder haberte conocido sin que nadie nos amenazase con un cuchillo –se despidió María.
—Lo mismo digo –sonrió él–. Espero volver a veros por aquí.
—Seguro –confirmé con una sonrisa, mientras andábamos hacia la puerta.
—Por cierto, recupérate –me dijo, señalándose la frente, dando a entender que se refería a mi herida.
Yo también me llevé la mano a la frente, tocando la venda.
—Ah, sí, gracias. Cuatro puntos no son nada –reí–. Hasta pronto.
Y salimos por la puerta, cerrando tras nosotras.
En la planta baja nos encontramos a la señora Harries, que ya subía para volver con su hijo. Nos despedimos de ella y nos volvió a dar las gracias.
Cuando ya estuvimos en recepción, paré en seco y decidí acercarme de nuevo a la mujer mayor que nos atendió nada más llegar. Recordé que nuestra maestra de gimnasia, según, estaba allí, por lo que no estaría mal pasarnos la próxima vez que fuésemos a visitar a Finn.
—Perdone –llamé la atención de la extravagante mujer.
—Oh, hola de nuevo, señoritas. ¿Ya han visitado a su amigo?
—Sí, sí, ya lo hemos hecho. ¿Puede decirnos si se encuentra aquí una tal señora Bachmann? No sé cómo es su nombre de pila. Somos alumnas suyas –la mujer volvió su vista al ordenador y buscó, y buscó, y volvió a buscar.
—Lo lamento, aquí no hay ninguna mujer que se apellide Bachmann. Puede que esté en otro hospital. Se habrán confundido.
María y yo cruzamos miradas, desconcertadas. Nos habían dicho que estaba allí. Todo el instituto lo decía. Incluso había oído a profesores haberlo comentado.
—Muchas gracias. Adiós –se despidió María, y salimos del hospital.
Todo estaba resultando ser un poco inusual. Mi vida en sí estaba siendo, últimamente, muy rara.

Llegamos a mi casa sobre las ocho y media, esta vez cogiendo un taxi. María recogió sus cosas y se marchó hacia su barrio. Yo me di un baño largo de espuma, para despojarme de toda la tensión que tenía acumulada en el cuerpo. Una hora más tarde, cuando logré salir de la bañera totalmente relajada, mis padres y mi hermano ya estaban en casa. Cenamos y charlamos. Me preguntaron sobre qué habíamos hecho hoy, y les contesté que solo había salido a dar un paseo con María. Por el momento prefería que todo lo que había pasado el día anterior quedase escondido para mi familia, incluyendo la existencia de Finn.
Sobre las diez decidí acostarme, puesto que quería recuperar todas las horas de sueño que había desperdiciado la pasada noche.
Ya notaba cómo caía en el sueño, cuando mi móvil sonó justo al lado de mi cabeza. Apoyado en la mesilla de noche.
—Joder –susurré, abriendo los ojos. Se me había olvidado ponerlo en silencio.
Me incorporé, sentándome con las piernas cruzadas sobre el colchón, y desbloqueé el teléfono.

-Keegan: Nereaaaaaaaa -22:06
-Por dios Keegan, ¿qué quieres? Ya estaba casi durmiendo -22:07
-Keegan: Perdona, perdona. Pero es que esto es urgente. Tengo algo que te puede gustar -22:07
-¿Qué es? -22:07
-Keegan: Aaah, sorpresa. Lo único que te digo es que mañana te recojo yo para ir al instituto. Te tocaré el timbre, y no me hagas mucho esperar porque me largo sin ti. -22:08
-Vale, pero dime qué es, porfiii. -22:08
-Keegan: Sí, claro, ahora mismo. Buenas noches -22:09
'Última vez a las 22:09'

Y ahí se quedó la conversación. No volvió a conectarse en los tres minutos siguientes en los que estuve esperando a que me dijera algo más frente a la pantalla.


-Que te den, Hobbs .l. -22:12

lunes, 4 de agosto de 2014

Capítulo 5.

''It might seem crazy what I’m about to say 
Sunshine she’s here, you can take away 
I’m a hot air balloon that could go to space 
With the air, like I don’t care baby by the way...''

Happy. 
Aquella maravillosa música inundó mis oídos. Desde luego, ¿qué mejor manera de despertar que con una canción que transmite tanto y que tiene tan buen rollo?
Hice el primer intento de abrir los ojos y un rayo de sol que se filtraba por mi persiana impactó de lleno en ellos, contrayendo mis pupilas.
Después de un fin de semana, el cual me había parecido eterno, por fin volvía a la rutina. Desconectaría de lo que me había pasado y retomaría los constantes calentamientos de cabeza por los mismos temas de siempre, que consistían en problemas de matemáticas, infinitas fechas y acontecimientos históricos imposibles de memorizar en historia y las agotadoras clases de gimnasia de la Señorita Bachmann, apellido alemán, por cierto. De ahí que sea tan exageradamente estricta.
Después de varios intentos de levantarme, los cuales parecían abdominales mal hechos, conseguí ponerme en pie. Me dirigí hacia el armario y cogí directamente la ropa que me iba a poner: una sudadera obey gris, unas mayas negras y mis Air Max blancas y azules.
Justo después fui al baño, me lavé la cara, me hice una cola alta con mi pelo rizado y bajé a desayunar.

Hija, ¿estás segura de que quieres ir al instituto? –irónico oír eso de la boca de mi madre.
Que sí, me lo has preguntado mil veces en quince minutos –respondí con tono aburrido a la vez que cogía la mochila de al lado de la puerta principal.
Mira que has pasado por algo muy fuerte, puedes sentirte despla...
Sí mamá, lo sé, que ya me lo has dicho –la interrumpí mientras mordía la manzana que tenía en mi mano–. ¿Puedes dejarme ya? Aroa me espera ahí fuera, y sí –hice énfasis en el “sí”– voy a ir. No me han disparado, no he estado a punto de caerme del punto más alto de un rascacielos y no he visto al abuelo del vecino desnudo, así que por favor te lo pido, deja de tratarme como si fuese una niña pequeña a la que le acabasen de diagnosticar un asqueroso cáncer en el pulmón, ¿vale? Gracias –dicho eso salí por la puerta, dejando a mi madre en el porche, mirándome.
Sólo me preocupo por ti, hija.
Lo sé, mamá. Y gracias, pero te pasas –y entré al coche mientras mi prima saludaba a mi madre, para justo después arrancar dirección instituto.

Llegamos y cada una nos fuimos por nuestro lado.
Por todo el camino habíamos estado hablando sobre lo que había pasado el sábado, aunque no le conté lo de Scott. Por ahora nadie lo sabía. Era la primera vez que hablaba con mi prima sobre el tema y se le notaba que le ponía nerviosa hablar del tema, pero que la curiosidad le invadía.
Me estaba empezando a cansar del asunto. Fue un intento de robo como otro cualquiera. Punto.
¡Nena! –oí la llamada de María. Reconocería su voz en cualquier lado. Fui con ella cuando conseguí verla entre el gentío. Estaba con Keegan.
Buenos días –les saludé.
¿Cómo vas?
Bien, más o menos. Solo de pensar que hoy, lunes, a segunda hora, toca gimnasia me entra un bajón... Bachmann está loca.
Pues dímelo a mí, que me toca a primera. Me han comentado que ahora le ha dado por hacernos coger pesas –nos informó Keegan. Que cansancio solo de oírlo.
Al menos tú vas al gimnasio.
Sí, es cierto. Deberíais apuntaros. Estáis cogiendo peso, eh.
¡Oye! –nos quejamos al unísono. Él rió.
Qué idiota eres –le insulté, con cariño.
Justo cuando me iba a responder escuchamos unas risitas detrás de nosotros, y cuando giramos a ver nos encontramos a dos chicas cotilleando, sin darse cuenta de la atención que habíamos posado en ellas, sobre lo que me había sucedido el sábado. Por lo que escuché, decían que me lo había inventado todo, que era patética y que si hubiese pasado de verdad, me habría pasado algo. Que nadie sale ileso de eso.
Suspiré.
Qué asco de gente –habló mi amiga–. ¿Me acerco y les digo algo? Ya verás cómo no vuelven a decir ni “mu”.
No gracias, no necesito niñera –le contesté–. ¡Y no me es necesario montar un jaleo sobre ese tema con las puertas del instituto! –levanté la voz, mirando por el rabillo del ojo a las chicas, para que se percataran.
Me miraron mal y se fueron. Cuando entramos hubo un poco más de lo mismo por todo el pasillo, incluso en clase. Entramos a Física y Química y me senté con María.
Cuando ya llevábamos un rato de clase, llamaron a la puerta. Se me heló la sangre en ese mismo momento. Sabía quién era, sin haberlo visto. Ni siquiera me había fijado de que no estaba en clase desde un principio, y mucho menos había pensado en que volver al instituto significaría volver a verlo durante siete horas seguidas, cinco días a la semana. ¿Cómo se me había podido pasar ese detalle? Sé que no podía evitarlo, pero habría estado preparada, sabiendo el efecto que causa en mí ese chico.
Estuve durante todo el día sintiendo su mirada clavada en mi nuca.


¿Te has enterado ya de por qué no ha venido la de gimnasia? –pregunté antes de morder por tercera vez mi sándwich. La madre de María no estaba, y como era costumbre comer todos los lunes en su casa, nos habíamos preparado unos bocadillos.
Me han dicho que está ingresada en el Hospital Clínic. No sé por qué, pero está de baja. En realidad nadie sabe más sobre el tema. Solo eso –respondió mi rubio amigo levantando los hombros.
No le dimos más vueltas al tema.
Keegan se fue poco después porque tenía prisa, y las dos horas siguientes María y yo las pasamos haciendo deberes, riendo y escuchando música.


 
Bueno Nerea, querida amiga, ¿piensas contarme todo lo que pasó el sábado? –me preguntó, una vez estuvimos fuera de su casa. Habíamos salido a pasear.
 Ya te lo conté.
No, me refiero a cómo ''mágicamente'' los dos individuos esos se marcharon, sin más. Llámame cotilla, pero me da que no lo cuentas todo. Es decir, nadie se asustaría de ti con un bate. Venga –a veces me asusta cómo puede saber tanto de mí.
Tardé un rato en decidirme si contárselo, aunque acabé cediendo.
María, escúchame... Necesito que me prometas que esto va a quedar entre tú y yo.
Te lo juro –dijo levantando una mano.
A partir de ahí, tras un suspiro, le conté absolutamente todo lo que pasó. Desde que me desperté, pasando por el momento de Scott, hasta la parte en que al día siguiente él mismo había vuelto a mi casa para decirme que no podía decírselo a nadie.
¿Pero estás loca? ¡Nuestro compañero de clase es un mafioso! –reí ante aquello–. Hay que hacérselo saber a la policía.
No, María, me lo prometiste. Yo sé que lo de no contárselo a nadie me traerá problemas. Sé lo que es Scott, pero... –dudé en decírselo–. Creo que confío en él. Y antes de que digas nada, no, no estoy segura de que sea alguien en quien puedas confiar pero... Es solo instinto. Confía en mí, ¿sí?
Porque te lo he prometido, que si no... –suspiró–. Tú sabrás lo que haces –se adelantó mientras andábamos, dándome la espalda.
Yo sabré lo que hago... –susurré para mí–. Eso espero.
En ese mismo instante escuché algo que me dejó paralizada. Creo que dejé de respirar, incluso.
¿Has oído eso? –pregunté a María, quien giró a verme.
No he oído nada. ¿Por qué? –me preguntó extrañada.
Y otra vez aquel sonido. Un grito. Un grito de desesperación, de dolor, pidiendo ayuda.
Como un acto reflejo, sin ni siquiera pensármelo, salí corriendo hacia donde, intuí, venía aquel sonido. María salió corriendo detrás de mí, sin saber a dónde íbamos.
Yo tampoco lo sabía, simplemente me dejé llevar. Y acabé allí, en frente de aquel gran caserón abandonado de aspecto macabro y tan tenebroso que con nada más mirarlo se me erizaba la piel.
Volví a escuchar aquel grito grave cuando María logró alcanzarme y me cogió del hombro para pararme.
Menuda carrera, muchacha. ¿Qué haces?
Escucha –y como si hubiesen estado esperando el momento, se oyó el mismo grito grave y estridente pidiendo auxilio desde detrás de aquella espantosa casa y salí corriendo hacia la arboleda de detrás de la misma.
Lo que me encontré me dejó pasmada, estupefacta. El corazón se me paró. María ahogó un grito de espanto.
Allí, delante de nosotras, tumbado en el césped se encontraba un chico moreno de pelo castaño, solo, sujetando su pierna, intentando presionar el lugar donde la sangre no paraba de salir. Mi amiga se llevó la mano a la boca y pude oír cómo empezaba a llorar.
María, no es momento de quedarse quietas. Ayúdame a presionarle la herida –le ordené mientras me acercaba al chico–. Dame tu camiseta –le dije al chico, que me miraba con sus ojos marrones grisáceos. Se la quité yo misma y me dirigí hacia su gemelo–. María, vigílale. Que no cierre los ojos... Y llama a la ambulancia –iba dándole las instrucciones mientras le hacía el torniquete en la pierna al chico con su camisa, intentando apretarlo lo máximo posible para retener la hemorragia.
¡Cuidado! –escuché, de la voz entrecortada y forzada de este, avisándome.
Y en cuanto me di la vuelta, sentí un gran dolor en la cabeza y caí al suelo. Estuve ahí durante un par de segundos, completamente paralizada. Cuando pude al fin reaccionar, me di la vuelta, quedando boca arriba tumbada en el suelo y apoyada en mis codos. Y frente a mí se hallaba la imponente figura de un hombre de unos veintinueve años, de pelo tan negro como el azabache y ojos verdes, tan intensos que te dejaban sin aliento. Me miraba con cara de superioridad, satisfecho porque se hubiese topado conmigo.
Me permití un par de segundos para mirar a María, situada a unos dos metros a mi izquierda, intentando soltarse de otro hombre que la mantenía completamente inmóvil contra el suelo al haberse tumbado encima de ella. También vi al chico de antes, ya con los ojos cerrados, totalmente inconsciente.
Y volví mi vista al tío que me había golpeado la cabeza.
Me cogió de un brazo y me levantó como si nada, agarrándome a la fuerza contra él, quedando a escasos centímetros de su cara.
No tendrías que haberte metido, mocosa.
Eres de la banda de gilipollas esos, ¿verdad? Os acabarán pillando a todos. Ojalá os pudráis en el lugar más asqueroso del infierno –le gritaba mientras intentaba golpearle desesperadamente el pecho.
Cállate ya, niña –me tiró de golpe al suelo. Caí de lado, sobre mi brazo. Solté un grito.
El hombre se apoyó sobre su rodilla izquierda, quedando a mi lado. Desde mi posición pude ver todo el recorrido que hizo su mano hasta sacar una navaja de su bolsillo y depositarla sobre mi cuello. Cerré fuertemente los ojos y al oír un golpe donde estaba María, los abrí al instante, al igual que mi agresor, que separó la navaja de mi cuello para prestar atención a lo que pasaba.
Allí donde miramos se hallaba el chico que había tenido como rehén a mi amiga tumbado en el suelo inconsciente, y a su lado, también en el suelo, María, con los ojos abiertos de par en par en dirección a quien la había ayudado a zafarse.
Scott, que le dio la mano para ayudarla a levantarse y sin más dirigirse hacia nosotros.
Vuelve a tocarla y te corto la cabeza –habló intimidante, dirigiéndose al hombre, que se puso de pie.
Algún día yo seré tu superior, y entonces te haré pagar todas y cada una de las que te tengo guardadas, Parnell. Mocoso asqueroso.
Ya lo veremos, Cristopher, ya –le respondió, mirándole mal mientras el otro se marchaba hacia el interior del bosque. Todo bajo mi atenta y atónita mirada–. ¿Estás bien? –me preguntó serio mientras me tendía la mano para ayudar a levantarme.
Supongo... Gracias –asintió con la cabeza y soltó mi mano. En ese momento se oyeron sirenas de ambulancia próximas a nuestra localización. Giró la cabeza–. Baró, lleva al chico a la ambulancia. Que ellas te ayuden y que las examinen. Ya -María vino corriendo hacia mí.
En ese momento, de la parte trasera de un gran y viejo árbol pude distinguir cómo salía una esbelta figura femenina. Era una chica de estatura media, mediría poco menos que yo. Morena de piel y de ojos tan marrones que parecían negros. Llevaba el pelo recogido en una coleta alta que le llegaba hasta el principio de la espalda, y llevaba una cinta negra atada al coletero que le sujetaba el pelo. Iba completamente vestida de negro, con un cinturón gris que le rodeaba la cintura.
Se acercó al chico del disparo en la pierna y lo ayudó a levantarse. Menos mal, no está muerto, pensé aliviada.
Vamos –me dijo María, a lo que asentí con la cabeza. Ayudamos a la tal Baró a llevar al castaño a la ambulancia, donde los médicos buscaban a quien había llamado y nos atendieron. La compañera de Scott, con una gran y amistosa sonrisa, les contó a los de la ambulancia el cuento de lo que había pasado, y nosotras nos quedamos al margen, escuchando. Al fin y al cabo nos había ayudado.
Miré hacia la casa vieja, donde en una esquina pude ver a Scott apoyado contra ella. Mirándome. Mi corazón volvió a ponerse en marcha, cada vez más rápido.
Poco después la ambulancia se marchó con el herido hacia el Hospital Clínic y nosotras nos quedamos allí, con los otros dos.
Gracias por ayudarnos –agradecí a los dos chicos, cuando Scott se hubo acercado.
Lo mismo digo. Pero eso no significa que aún no sienta asco por todos los que estáis en esa especie de mafia –habló María, con repugnancia.
Supongo que es normal. Yo también lo siento y estoy en ella... –habló la chica de la coleta suspirando.
¿Y por qué estás entonces? –le preguntó mi amiga.
Es complicado.
Sí, claro, cómo no. Todo es complicado.
No eres tan importante como para hablar de esto solo porque te he salvado dos veces, princesa –bufé ante la sonrisa prepotente de nuestro compañero de clase.
Deberíamos irnos ya, Scott. Nos estarán esperando, y nos espera una buena bronca... –comentó su compañera.
Sí, vamos –dijo empezando a andar hacia la parte trasera de la lúgubre casa–. Nos vemos, compañeras –nos dijo a María y a mí con una risa.
Encantada de conoceros –nos sonrió la chica de negro empezando a seguir a Scott–. Por cierto, me llamo Andrea, Andrea Baró.
¡Baró, vamos! –gritó ya desde el bosque Scott.
Debo irme o acabará por desquiciarse. Adiós –y salió corriendo tras él, desapareciendo los dos por el frondoso bosque a una velocidad alucinante.
Simpática, ¿no? –María me miró, sin entenderme.
Eres increíble –me dijo irónicamente mientras empezamos a andar, deshaciendo nuestros pasos, de vuelta a su casa–. Puede ser simpática, ha ayudado con el chico ese, y puede que Scott nos haya ayudado a deshacernos de aquellos hijos de su madre que nos han acorralado, pero te recuerdo que eso no quiere decir que se salven. Siguen siendo lo que son.
Suspiré. Tenía razón, pero de alguna manera, y no sé cómo, yo sabía que Scott no era como los otros, a pesar de su comportamiento; y al parecer Andrea tampoco.
Miré hacia atrás, por donde anteriormente los dos se habían marchado y volví a coger aire, todo lo que pude. Y lo solté.
Sí, todos pertenecían a la misma banda, pero... ¿Y si no todos fuesen iguales? ¿Y si hubieran retractados, una especie de resistencia que intenta involucrarse lo mínimo posible? Que no estuviesen de acuerdo con lo que hacen, que se vean obligados.
Volví a mirar hacia delante.
¿Y si resulta que no son todos completamente iguales?
Entonces no entiendo por qué están ahí. Son demasiado tontos si se meten en esos fregados sin gustarle para luego jugarse la vida. En cualquier caso me siguen cayendo igual de mal –reí ante su comentario.
Supongo que tienes razón...

Claro que la tengo –me dijo, empujándome de broma mientras reía.