También en Wattpad:

jueves, 31 de julio de 2014

Capítulo 4.

—Cálmate, Keegan, ¿sí?
—¿Qué me calme? ¿Quieres que me calme? ¡Te dije que si pasaba algo me llamaras y no lo hiciste!
—Pero no llegó a pasar nada. Ya te lo he dicho.
—Ya, ¿y si llega a pasar, qué? –me preguntó, dando vueltas por toda la cocina. Tenía las manos en la cabeza y se le notaba especialmente molesto.
—Pero no pasó –me levanté y lo paré–. Si vuelve a pasar, te prometo que esta vez si te llamaré, ¿vale?
Se me quedó mirando durante un rato y terminó por relajar la expresión de su cara. Me abrazó.
—Por favor, Nerea. No vuelvas a darme esos sustos, joder –me rogaba, apretándome a él fuertemente–. ¿Tus padres lo saben?
—Sí. Llegaron aquí de madrugada, cuando salió la noticia en la tele. Hoy han ido a hablar con la policía y pronto tendré que ir yo a que me tomen declaración.
—Vale, te llevaré yo. Le pediré a mi padre la moto.
—De acuerdo... –contesté separándome de él.
—Y permíteme una pregunta... ¿Cómo es que lo revolvieron todo y no se llevaron nada? Y si te vieron, ¿por qué no te hicieron nada?
Tardé un rato en contestar.
Supongo que cuando me vieron con el bate se asustaron. No lo sé, lo tengo todo muy borroso.
Keegan iba a seguir interrogándome, pero el móvil sonó al instante. Fui a cogerlo al primer tono. Miré la pantalla: María.
-Hola.
-¿Hola? Nerea, he visto las noticias. ¿Por que sale tu casa? ¿Qué ha pasado? ¿Te han hecho algo? ¿A tus padres? ¿A tu hermano? ¿Cómo estáis? ¿Lo sabe Keegan? Como se entere se va a pillar un cabreo... Entonces, ¿estás bien?
-María, María, tranquilízate. Estoy perfectamente bien. Todos lo estamos. No pasó nada ni se llevaron nada. Simplemente revolvieron un poco todo. Supongo que no encontraron nada valioso y al ver que los había pillado se marcharon. Igualmente no me acuerdo de mucho.
-Bueno, la cosa es que estés bien. Ya me pasaré a verte.
-Vale, gracias por llamar. Te dejo, que mi madre me llama.
-Adiós, babe.

Colgué y respondí a mi madre.
-Cariño, no hace falta que vengas. El policía irá esta tarde a nuestra casa. Los psicólogos de comisaría han dicho que puede que tengas un trauma por lo que has pasado. La mayoría de jóvenes que pasan por lo que tú has pasado terminan con una parte del cerebro afectado durante toda su vida y...
-Mamá, mamá. Ya, lo he entendido. Yo no tengo ningún trauma, ¿sí? Pero vale, que vengan, así no me tengo que mover.
-Bueno hija, tu padre y yo vamos a ir a hablar con los del seguro de la casa y luego vamos para allá.
Te quiero.
-Y yo a ti.

—Ya no hace falta que me lleves Keegan. La poli vendrá después aquí.
—Vale. Pues me voy ya a casa. ¿Estarás bien?
—Sí, no soy una niña.
—Por si acaso. Adiós, pequeña -y salió por la puerta de entrada, desapareciendo un par de casas más allá.
Subí a darme una ducha. Esa noche de madrugada habían llegado mis padres muy, muy nerviosos por lo que había pasado. Estuvieron acosándome durante un par de horas y por fin me dejaron dormir. Dos horas después, sobre las siete, mi madre volvió a despertarme para avisarme que iban a hacer varias cosas por lo sucedido y ya no pude dormir más. Y justo cuando mis padres salieron por la puerta, entró Keegan tan agobiado que hasta parecía que lo habían poseído, y se unió a la lista de personas trastornadas por el tema del casi-robo. Luego las dos llamadas que había  recibido, y por fin un hueco libre para despejarme.
Me sentí aliviada cuando noté el agua fría recorrer mi espalda desnuda. Con todo el lío no había podido tener un solo minuto de relax para aclarar mis ideas.
La noche anterior había descubierto que el chico por el que había sentido tanto interés y el cual me hacía sentirme tan intimidada con solo mirarme con aquellos ojos tan azules como el cielo era nada más y nada menos que un delincuente que formaba parte del grupo más temido y más famoso de toda la ciudad.
Pero no debería preocuparme, ¿verdad? ¿O sí? Es decir, es mi compañero... Supongo que debería preocuparme.
Pero en parte a penas he hablado con él y bueno, digamos que no es una persona muy amigable...
Terminé de ducharme y me enrollé la toalla al cuerpo. Pasé por el pasillo y entré a mi habitación. Abrí el armario y cogí unos shorts vaqueros, una camiseta blanca básica de media manga y mis botines marrones. A pesar de estar en pleno febrero hacía bastante calor. Supongo que por la contaminación y la capa de ozono.
Me tumbé senté en mi cama y me miré en el espejo de cuerpo entero que tenía justo al lado derecho de la misma.
—Qué cara de muerta tienes, Nerea... –me dije a mi misma.
En ese preciso momento oí un ruido fuera de casa, pero aún así muy cerca de mí.
Como por instinto, dirigí mi vista a la ventana y al verlo allí plantando en el pequeño y estrecho balcón, mirándome con una sonrisa de medio lado, ahogué un grito. Me quedé un rato ahí plantada, sin saber qué hacer, hasta que pude distinguir cómo hacía señas para que le abriese la ventana. Al principio me lo pensé, y dudé, pero como un impulso, le hice caso, y entró.
—Hey, princesa. Cuánto tiempo -dijo, mirándome de pies a cabeza mientras se mordía el labio. No pude evitar sonrojarme, y me abofeteé mentalmente por ello. Me sentía desnuda delante de él. Y no desnuda en el sentido de quitarse la ropa, si no desnuda, como si pudiese mirar dentro de mí. Como si pudiese adivinar mis miedos, mis problemas, como si pudiera darse un paseo por mi mente y observar todos mis pensamientos como si nada. Adivinar mis inquietudes.
—¿Qué haces en mi casa?
—Solo pasaba por aquí y me dije: voy a hacerle una visita a mi dulce compañera de clase.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—Lo suficiente como para poder darme cuenta de que tienes una marca de nacimiento en forma de pájaro en pleno vuelo en el costado derecho, justo debajo del pecho —me sonrió.
—Pervertido.
—Tranquila, solo te faltaba la camiseta. No he visto nada.
—De qué querías hablar? –le pregunté, evitando el tema. Me senté de nuevo en mi cama y él se quedó ahí, justo en frente de mi, apoyado en la pared con sus fuertes brazos cruzados, sus profundos ojos azules clavados en mí y su porte intimidante, a la vez que tremendamente atrayente.
Volví a pegarme mentalmente por pensar tal cosa.
—Me he enterado de que la policía viene hoy a interrogarte por lo sucedido anoche y...
—Uo, uo, uo. Un momento, ¿cómo lo sabes? ¿Me espías? –él rió.
—Más quisieras, preciosa. Tengo mis contactos. Estamos en todas partes –me guiñó el ojo–.Y si no te importa, voy a seguir contestando a tu pregunta. El caso es que –dio un par de pasos hasta quedar frente a mí y se acuclilló, para quedar a mi altura. Seguía mirándome con esos ojos que impedían desviarle la mirada– no puedes hablarle de cómo conseguiste que no te hicieran nada. Y mucho menos que fui yo quien te salvó.
—¿Por... por qué? –tartamudeé sin querer. Scott sonrió de medio lado por ello. Muy bien, Nerea, oficialmente eres tonta. Te falta el diploma.
—No puedo dejar que descubran que estoy en esa banda. Pasarían cosas horribles... Y ni tú ni yo queremos que pase, ¿verdad? –posó su mano en mi mejilla, y la acarició suavemente. Me estremecí.
—¿Por qué yo no quiero que pase? Ayudaría a disminuir todo el daño que provocáis...
—Sé que harás lo mejor, princesa –dicho eso, se levantó y caminó hasta el pequeño balcón, y de un salto, cayó al suelo. Fui corriendo hasta allí para ver si estaba bien, y al mirar hacia abajo lo vi ahí de pie, como si nada, mirándome–. Nos veremos pronto.
Y salió corriendo hacia la parte frontal de mi casa. Allí lo perdí de vista, pero seguí mirando, sin saber por qué. Un minuto después oí el rugir de un motor, y seguidamente, lo vi a él pasar por la calle montado sobre una preciosa moto negra. Y como si a cámara lenta sucediera, giró la cabeza hacia mí y, bajo el reluciente casco negro que tenía puesto, pude intuir que me guiñaba el ojo.

El policía llevaba ya una media hora en mi casa. Había hecho llamar a Álvaro y a mi hermano para tomarles declaración también, pero los dos dijeron que no habían visto nada y que cuando bajaron yo estaba sola y el salón completamente patas arriba.
El agente no me había caído bien desde que lo vi entrar por la puerta. Era joven, de unos veinte años. Alto, de pelo castaño y ojos completamente negros. Era guapo, muy guapo, y lo que más me repugnaba es que él lo sabía. Se le notaba demasiado que era un creído de los gordos. Imbécil.
—Bueno, Nerea, ¿puedes contarme todo lo que pasó a noche?
—Pues que entraron a robar y no se llevaron nada. Creo que eso ya lo tienes más que aprendido –contesté cortante. Rió mirándome. Chulo.
—Eres dura, eh. Me gusta... Sabes que no me refiero a eso. Cuéntamelo, anda, y terminemos rápido.
—¿Qué pasa? ¿Te espera alguna tía en casa?
—No, pero si quieres venir tú -borré la sonrisa prepotente que había formado en mi cara.
—Qué asco –espeté–. Pues me levanté de madrugada por culpa de unos ruidos que provenían de la planta baja de mi casa. No sé qué hora sería. El caso es que recordé que no había cerrado las ventanas y me asusté. Bajé con el bate de beisbol que tengo en el armario de cuando jugaba en la liga infantil y… me encontré allí a dos tíos revolviendo el salón y me entró miedo. Me olvidé de la existencia del teléfono de la policía y los amenacé con usar el bate si no se iban…
—¿Puedes describírmelos? –me preguntó.
—Sí, claro –dudé, intentando hacer memoria–… Uno de ellos, el más alto, era rubio oscuro, con ojos pardos y tenía pinta de frecuentar mucho el gimnasio. Tenía la mandíbula cuadrada y tensa. Y sonrisa de borracho, aunque en realidad no iba ebrio –miré al castaño sentado a mi lado en uno de los taburetes de la isla y rió–. Había otro más bajito y escuálido… con la misma sonrisa. Tenía los ojos verdes y el pelo también rubio, pero más claro. Y luego… –me callé.
—¿Qué? ¿Había otro? –lo miré en silencio durante un par de minutos. Recordé lo que había sucedido hacía apenas dos horas cuando Scott había entrado sin aviso previo a mi habitación.
—No… No había nadie más.
—¿Segura?
—Completamente.
—Vale, bueno, ¿qué pasó después de que los amenazaras?
—El segundo me quitó el bate y el más alto me acorraló contra la pared –el agente me miró, divertido. Decidí ignorarlo–. En ese momento me imaginé las cosas más sucias que había imaginado en toda mi vida. Tenía miedo. Cerré los ojos y luego… Nada. No estaban. Se fueron.
—¿Tienes idea de por qué? –negué con la cabeza.
—Lo tengo todo borroso –mentí.
Se quedó durante varios segundos mirándome a los ojos. Estaba segura de que sospechaba algo de mí. No se creía la historia por completo.
—De acuerdo… Pues ya hemos terminado. Gracias –se levantó y se dirigió hacia la puerta. Lo acompañé–. Si tenemos noticias te lo comunicaré.
—Vale –abrí la puerta.
—Nos veremos pronto, guapa –y se alejó, montando en el coche patrulla.
—Espero que no… –dije para mí, cuando ya se hubo marchado.
Cerré la puerta, apoyé mi espalda en ella y me dejé deslizar hasta quedar sentada sobre el suelo. Me llevé las manos a la cara y suspiré.
—Me alegra que no hayas dicho nada.
Me sobresalté al escuchar una voz de a nada. Levanté la vista inmediatamente y lo volví a ver, ahí delante de mí. Imponente.
—Pero, ¿qué haces aquí otra vez? ¿Y cómo consigues entrar? Deja de invadir mi casa –me levanté del suelo.
—Eso no importa.
—Sí, sí que importa. Me estás poniendo nerviosa. Y eso, en mí, no es normal. ¿Por qué tuvisteis que entrar en mi casa?
—No sabía que era tu casa. Además, te salvé, ¿no? Eso es lo que cuenta.
No Scott, no es lo que cuenta. Necesito saber que no me va a pasar nada. Que no le va a pasar nada a nadie.
—Nerea, hazte un favor y deja de ver tantas películas –rió.
—Estoy asustada –me abracé a mí misma.
Y es que le tenía miedo a él, no a lo que había pasado esa noche, si no a él. A su persona, que ya de por sí era amenazante. Pero a la vez, sentía un fuerte lazo que me invitaba a investigar más sobre él. Era algo que me haría perder la cabeza en cualquier momento.
De repente sentí dos manos posarse en mis brazos, frotándolos de una manera que me reconfortó al instante.
Le miré a los ojos. Lo tenía justo enfrente de mí. Y otra ola de sentimientos contradictorios me invadió. El roce con su piel me hacía sentir segura, protegida. Pero al ver a Scott a los ojos, me sentía intimidada, enana a su lado.
—Escúchame Nerea, no soy un monstruo. Tienes que confiar en mí –me dijo serio. Tardó un rato en dejar de mirarme.
Se separó de mí y me rodeó, dirigiéndose hacia la puerta y abriéndola. Me giré para verle.
—No vuelvas por aquí, por favor… –le pedí, clavando mi vista en su nuca.
Dos segundos pasaron hasta que giró para decirme:
—Lo siento –sonrió y salió, volviendo a marcharse en aquella vistosa moto negra. Cerré la puerta.
Aquel “lo siento” no había sido de disculpa por entrar sin permiso a mi casa. Yo lo había entendido muy bien. Sabía que iba a volver, y se había disculpado por no hacerme caso.
Y para mi sorpresa, sonreí.
Supongo que, de alguna manera, el saber que volvería a verlo me reconfortaba.

Subí a ponerme el pijama y una vez me lo enfundé me quedé mirándome en el gran espejo al costado de mi cama.


—Eres tan complicada, Nerea… Y tan rara… –me reí de mi misma–. En fin.

lunes, 28 de julio de 2014

Capítulo 3.

Al día siguiente desperté con un dolor de cabeza de 'padre y señor mío'. No recordaba muy bien la noche anterior, al menos no a partir de cuando empezamos a jugar a la botella.
Intentaba recordar, pero cada vez que lo hacía un pinchazo me recorría todo el cerebro.
Estuve toda la mañana metida en la cama, acurrucada bajo las sábanas, intentando no oír nada que pudiese vibrar dentro de mi cráneo.
Al medio día, sobre la hora de comer, me decidí a despegar mi trasero del colchón y poner, por fin, los pies en el frío suelo.
Bajé las escaleras arrastrando los pies. No tenía fuerzas para levantarlos.

—Buenos días, Bella Durmiente –me saludó mi madre mientras preparaba sus maravillosos macarrones con tomate. Seguramente había intuido mi presencia, dado que no había volteado a mirarme en ningún momento.
—Sí, buenos días.
—Que cara de muerto llevas, hija –“comentó” ya mirándome.
—Noche larga, y eso. Ya sabes.
—Qué bien os explicáis los chicos de tu edad hoy en día. Dentro de poco todo será 'ahá', 'sí', 'no' y 'bah'.
—'Patopollo' y 'pollopato' también son opciones –digo sentándome en uno de los taburetes de la isla.
Ambas reímos. Otro pinchazo en el cerebro.
En ese momento entra mi padre por la puerta.
—Buenos días, papá.
Le da un beso a mi madre y no me contesta. Coge un vaso de zumo de naranja, se apoya en la encimera al lado de mi madre y se me queda mirando.
—¿Dónde estuviste anoche?
—Pues invitaron a Keegan a la inauguración del nuevo parque de atracciones que han abierto a las afueras, así que María y yo fuimos con él.
—¿Solo estuvisteis montando en atracciones?
—No, bueno, luego hubo una pequeña fiesta en uno de los locales de dentro del parque.
—Pues me alegro de que te lo pasases bien, porque hoy te toca hacer de niñera de tu hermano.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Tu madre y yo vamos a salir para celebrar nuestro décimo quinto aniversario esta noche y tu hermano va a venir con un amigo a dormir a casa. Y como comprenderás, no me fío ni un pelo –lógico–. Así que ahí entráis tú y Keegan, que se ha ofrecido a ayudarte. Más os vale no dejar que quemen la casa. Si lo hacéis bien, os daremos 10€ a cada uno.
—¿Sólo 10? Un salario muy pobre para lo que vamos a tener que aguantar, pero vale.
A partir de ahí ya no hablamos mucho más. Me tomé una pastilla para el dolor de cabeza -benditas pastillas- y me acosté en el sofá a dormir. Ni siquiera comí. Sentía que si me metía algo al estomago, iba a vomitar lo que no estaba escrito.

Desperté un par de horas más tarde, sobre las cuatro y media de la tarde, por culpa del sonido del teléfono.
—¿Qué? –pregunté en un tono seco, nada más descolgar.
—Que simpática eres –me dijo mi prima sarcásticamente.
—Lo sé. Apremia, anda.
—Bueno, bueno, no me muerdas. Encima de que te llamo porque hoy hay rebajas durante todo el día en las Glorias y quería que me acompañaras...
—Oh, guay. ¿Rebajas, por qué?
—Yo qué sé. Creo que es el duodécimo aniversario desde que lo inauguraron y pues lo celebran así.
—Vale, pues me preparo y estoy lista en... –miré el reloj– ¿hora y media?
—A esa hora estoy allí. Adiós.
—Chao.

Colgué.
Comuniqué mis planes a mis padres y subí a cambiarme.
A las nueve en casa, había dicho mi padre.
Abrí mi armario y encontré una falda de cola de sirena verde pastel y una camiseta básica de palabra de honor negra con unas bailarinas. Un collar de flores, un brazalete de oro discreto y un bolso color beige precioso.
Me lavé el pelo, lo peiné, un poco de espuma y lista.

Chuches.
Nada más llegar fui directa a comprar chuches, y a revisar tiendas, muchas tiendas. Me compré solo un par de vestidos, tres camisetas, una sudadera y unos pantalones cortos. Ah, sí, y otro par de zapatos.
Después nos sentamos en uno de los bancos de la plaza donde está el reloj solar.
—Ay, Nerea, encontré el dinero que te dejaste en mi casa. Toma.
—Aquí sólo hay seis euros.
—Sí, bueno, no encontré más. Por cierto, ¿te gusta mi abrigo nuevo? –dijo, acariciando la chaqueta marrón que llevaba puesta.
—Ya me devolverás esos veinte que han ''desaparecido'' –hablé, mirándola mal.
—Oye, mira a esos dos –señaló a un par de chicos que estaban enfrente de una tienda de deportes hablando.
Cuando pude ver sus caras, me di cuenta de que uno de ellos era Scott, vestido entero de negro.
Al otro chico no lo conocía. Era rubio, y de ojos aparentemente marrones. De la misma altura que mi compañero de clase. No lo había visto en mi vida, estaba segura, pero algo me decía que su cara me sonaba. ¿Por qué? No lo sé. Era algo raro.
—Ah, sí, el de pelo más oscuro va a mi clase.
—Oh... ¿Así que solo tiene dieciséis años? No los aparenta.
—No lo sé, puede que haya repetido algún curso. Quién sabe. ¿Y por qué me estás preguntando? ¿Acaso te importa?
—Es que, que lo conozcas nos da puntos extra para acercarnos. ¡Vamos! –y me agarró antes de que yo pudiera quejarme. Antes de poder negarme, ya estábamos al lado de los dos chicos.
—Hola, soy Aroa, la prima de Nerea. Ya sabes, va a tu clase. Es esta de aquí –me señaló, y saludé sin ningún afán–. 
—Perdonadla, tiene un severo problema psicológico que no le deja actuar de manera sensata y le empuja a acercarse a chicos desconocidos como si nada, para dejar en ridículo a su prima delante del chico nuevo de su clase, el cual es un borde desagradable con todo el mundo, por lo que he visto, y de su amigo, que parece ser que es igual puesto que no se ha girado para saludar y lleva enseñándonos la nuca todo el puñetero rato que llevamos aquí. Ya nos vamos, eh. Venga, adiós –y cogí del brazo a mi prima, tirando de ella, dándoles la espalda a los dos chicos.
—Uy, pues va a resultar que sí que hablas –oí detrás de mí. Me giré.
—¿Perdona?
—En clase, que no hablas con nadie a no ser que sea para responder a una pregunta del profesor.
—Tú tampoco hablas.
—No tengo nada que decirle a los inútiles de nuestra clase. Resulta que la única persona por la que he mostrado un poco de interés, es medio muda. Y por cierto, te he visto mirarme de vez en cuando. Intenta no ser tan descarada –me dijo, prepotente, levantando una ceja.
Bufé. Este chico me pone enferma. Qué asco. Pero debo admitir que despierta en mí cierta curiosidad, y no entiendo el por qué. Es algo que me pone muy nerviosa.
Rió, al ver cómo yo me había quedado sin palabras con las que poder responder.
—Bueno, Scott, ¿nos vamos ya o vas a seguir ligando? –preguntó el rubio, apagando el cigarro que tenía encendido y dándose por fin la vuelta.
Y fue nada más ver su cara desde cerca, cuando un flash me invadió la mente.
Sí, yo a ese chico lo había visto antes, aunque no en persona.
Lo vi en una foto, cuando estuvimos en la comisaría. El agente que hablaba sobre la banda a la que llevaban persiguiendo desde hace tiempo, llevaba dos fotos en una mano. Él, su cara, estaba en una de aquellas fotos.
Y se me heló la sangre en las venas nada más acordarme.
Pálida.
—Joder Josh, tranquilízate, no estoy ligando. Vamos, mírala, ¿quién querría ligar con ella? –rió–. Por cierto, estás pálida. Ni que hubieses visto un fantasma, ¿verdad? –me guiñó un ojo.
—Vete a la mierda –escupí las palabras, con desprecio.
—Tranquila, pequeña. No seas tan borde –me acarició una mejilla.
—No me toques. Acabas de insultarme. ¿De qué vas? –dije enfadada, retirando su mano de mi cara.
—Déjala Scott. Vamos, que nos están esperando –habló su amigo, cogiéndole del brazo.
—Ya nos veremos, pequeña –y de nuevo, me guiñó el ojo justo antes de darse la vuelta y marcharse.
—¡No me vuelvas a llamar así!
—Wow, chica, que intenso ha sido todo esto. Me gusta ese chico, es como muy misterioso.
—Es gilipollas.
—Bueno, pues al menos líame con su amigo, ¿no?
La miré, sin entenderla. Si Scott es así, Josh no será diferente. ¿Es que no se da cuenta? No hay remedio.
—Mira, voy a pasar de ti. Llévame a casa.
A las nueve en punto ya estaba tocando la puerta de casa, y Aroa ya se había ido.
—Así me gusta, cielo, muy puntual –me dijo mi padre–. Tu hermano está en el sótano jugando con Álvaro, y Keegan está haciendo prueba de nuestra nueva ducha de hidromasaje. Según, hoy ha ido al gimnasio e iba sudado. Tu madre y yo nos vamos a la cena. Que no se acuesten muy tarde. Buenas noches, cariño –y salió por la puerta. Luego mi madre me dio un beso y repitió la acción. Cerré tras ella.
Me dirigí al sótano, para saludar a los niños.
—Hola, enanos –le di un beso en la frente a Javier, mi hermano, y revolví el pelo de Álvaro.
—¿Ya estás aquí? Buf.
—Sí. A mí tampoco me hace gracia, pero es lo que hay. Lo mejor es que a mí me pagan por soportaros a vosotros, y a vosotros, por soportarme a mí, no. Bueno, me subo.
—¿Vas a ver a Keegan en la ducha?
—Exacto. Es lo que más me apetece en este momento –contesté de broma.
—Qué asco, tío –soltó Álvaro.
Subí las escaleras hasta la planta alta, donde estaban las habitaciones. Toqué la puerta del baño.
—¡Keegan! ¿Sales? Tengo que quitarme las lentillas.
—Pasa.
Entré. Él estaba tumbado en la bañera, tapado por la cortina.
—¿Has venido a contemplarme?
—No te lo creas, Hobbs –le respondí, mientras me quitaba lo que había dicho anteriormente y me ponía las gafas de pasta negras.
—Pásame la toalla, anda.
Y se la lió en la cintura, saliendo de la bañera después.
—No babees.
—Tranquilo.
Anduvo hacia mí y me dio un beso en la mejilla.
—Bueno, me salgo y dejo que te vistas. En cuanto estés, baja a ayudarme a preparar la cena.
Y así hizo. Me puse mi pijama y cuando estuvo preparada la cena, nos sentamos todos en la mesa del salón. Después nos pusimos a hablar y a jugar los cuatro juntos al monopoli y a más juegos de mesa.
Al final no fue tan desastre la noche. No como yo pensaba.
Estábamos viendo una película en la tele cuando de repente informaron de una noticia urgente.
-La banda de jóvenes que últimamente ha hecho notar su presencia en varias partes de la ciudad, rompiendo y haciendo todo tipo de destrozos urbanísticos, ha vuelto a hacer de las suyas. Esta vez se encuentran en la parte oeste de la ciudad, cerca de la urbanización Los Rosales. Han quemado el parque infantil y un hombre ha resultado herido al intentar detenerlos. Tengan mucho cuidado.
Les seguiremos informando.
—Esa urbanización está aquí al lado. A un par de calles...
—Sí, lo sé. ¿Cómo se atreven a hacer eso? Que se busquen otro entretenimiento que no pueda costar vidas, coño.
—¿Podemos salir a investigar? Eh, ¿podemos?
—No Javier, no. Vosotros ya a la cama. Venga.
—Jo –dijeron los dos mientras se marchaban.
—Creo que me voy a quedar aquí a dormir.
—No es necesario, Keegan. Ya no hay que controlar a estos dos.
—Es por sí a la banda esa se les ocurre venir por aquí. He oído que les gusta visitar a la gente por la noche y coger cosas prestadas, y si alguien se lo impide acaba en el hospital. No me gustaría que os hiciese nada a ninguno de los tres...
—Tranquilo, no va a pasar nada. Tu madre está sola en casa. Corre con ella.
—Bueno, pero cerrad ventanas y puertas con pestillo, y todos los sitios por donde puedan entrar, ¿me escuchas? Pega un grito si me necesitas –nos levantamos del sofá.
—Ya. No te preocupes más.
—Bueno, tu hazme caso –recogió su cartera del suelo y lo acompañé a la puerta–. Nos vemos mañana.
Me dio un pequeño beso en los labios, y salió del porche, dirección a su casa.

No os asustéis. Muchas veces entre nosotros nos despedimos o saludamos así, con un pico. Con María también se daba besitos. Nosotros siempre hemos dicho que los picos deberían ser entre amigos.

Entré de nuevo a casa y cerré la puerta con los dos pestillos que tenía.
Volví al salón y volvieron al tema de la banda callejera esa.
Mostraron una imagen que me llamó mucho la atención. En ella salían varios de los chicos huyendo justo después de haber huido del parque que habían quemado. Se podían distinguir un par de caras de chicos que se habían quedado atrás. Una de ellas, del rubio de esta tarde, Josh, me parece que se llamaba.
No me sorprendí, pero aún me impactaba la noticia. ¿Significaba que Scott también estaba implicado en esa banda? Me estremecí.
Otra vez Scott. Desde que lo vi por primera vez no había hecho más que darle vueltas a la cabeza sobre cómo sería en realidad.
Recordé nuestro encuentro de esa misma tarde.
''Resulta que la única persona por la que he mostrado un poco de interés, es medio muda'', había dicho. Se refería a mí, ¿no? Y me sorprendió que, a pesar de la forma tan despectiva en que lo había dicho, noté cómo los colores se me subían a la cara, y cómo se me formaba un nudo terrible en el estomago.
''Por la que he mostrado un poco de interés''.

Decidí apagar la tele y dejar de pensar en todo lo relacionado a Scott, a su amigo y a la banda esa. Subí a dormir y tardé un rato, hasta caer sin darme cuenta en los brazos de Morfeo.

Esa misma noche desperté por un ruido procedente de la planta baja. Escuché voces susurrando, y sofás arrastrando por el suelo.
Miré a mi ventana.
—Mierda. Se me olvidó cerrarlas.
Cogí el bate de béisbol que guardaba en mi armario de cuando jugaba en la liga infantil del colegio, y bajé, lenta y silenciosamente por las escaleras. Y ahí estaban, dos chicos vestidos de negro, revolviendo toda la sala.
—¡EH! ¡Fuera de mi casa!
—Oh, vaya, vaya. Una niñita con un bate... –habló uno, parando su acción. Era alto, de rasgos fuertes, ojos pardos y pelo rubio oscuro.
—¿Qué queréis? ¡Iros! No tengo miedo de usar el bate –que tonta soy.
—Ya, claro –hizo una señal con la mano y, el chico que más cerca se encontraba de mí, cogiéndome por sorpresa me arrebató el artefacto de las manos–. Bueno cariño, ahora estás indefensa. ¿Qué piensas hacer? –decía, en tono amenazador mientras se acercaba a mí.
—Fuera de mi casa... –les ordenaba, inútilmente, mientras me alejaba de él andando hacia atrás.
—Vamos cielo, no siempre nos encontramos a una chiquilla joven sola en casa cuando entramos a robar. Déjanos divertirnos un poco, eh.
Choqué contra la pared, y él seguía acorralándome. Acarició una de mis mejillas, ya húmeda por la primera lágrima. Tenía miedo. Nunca había estado en una situación similar en mi vida, y estaba asustada. ¿Cómo actuar?
Rezaba por un milagro.
Y apareció.
Pude oír, pero no ver puesto que tenía los ojos fuertemente cerrados, cómo alguien entraba de un salto por la ventana y se acercaba a nosotros.
—Déjala en paz, Jack.
—Vamos Scott, déjame divertirme un rato.
¿Scott?
—¡Te he dicho que la sueltes! ¡Ya!
—Agua fiestas –y soltó su mano, que presionaba fuertemente mi cuello contra la pared sin llegar a ahogarme, y la otra, situada en mi cintura.
Caí al suelo.
Tardé un rato en abrir los ojos, solo cuando tuve la certeza de que los dos que había descubierto en un principio se habían ido.
Vi unas piernas delante de mí, y subí la vista, para encontrármelo a él. A Scott. Al Scott que esa misma tarde había visto en el centro comercial.
Me tendió la mano. La agarré y me ayudó a incorporarme.
—La próxima vez no bajes si oyes ruido y llama a la policía.
—Yo...
—¿Te ha comido la lengua el gato, princesa? –rió.
—¿Por qué has hecho eso?
Tardó bastante tiempo en responder.
—No lo sé ni yo.
—¿Por qué estás en esa banda? ¿Qué placer te produce hacer daño? No lo entiendo...
—No es asunto tuyo. Y no es placer, créeme, pero tengo mis razones.
—Ah, ¿no? ¿Y cuáles son?
—Me voy. Adiós –y volvió a salir corriendo, con un salto por la ventana.
Y me quedé ahí parada. Sin poder reaccionar. Como una auténtica idiota.
Dirigí mi mirada hacia las escaleras. Allí estaban mi hermano y Álvaro, con los ojos cristalinos y la boca abierta.
Javier bajó corriendo.
—¿Qué ha pasado? –me preguntó.
—Eso quisiera saber.
—¿Quién era ese chico?
No respondí.
—¿Te han hecho daño?
—No, Álvaro, todo está bien –le respondí al joven de catorce años, que ya estaba al lado nuestro–. Subid a seguir durmiendo. No volverán a entrar.
—¿Estás segura?
Miré hacia la ventana por la que anteriormente había salido Scott. Aquel chico que, al parecer, guardaba muchos más secretos de los que jamás me habría podido imaginar. Y que, ahora, despertaba mucha más curiosidad en mí de la que podía haber tenido anteriormente.


—No.

martes, 1 de julio de 2014

Capítulo 2.

—Desde luego... No podemos dejarte solo ni un momento –habló María limpiándole las heridas de la cara–. ¿No sabes asistir a una fiesta sin que hayan golpes de por medio?
—¡Pues si no es culpa mía! –dijo Keegan, quien no hacía más que quejarse al notar el algodón que le ponías la morena en las heridas, impregnado de alcohol–. Las culpables son las tías que se me acercan, que se olvidan de repente de que tienen novio. Y claro, luego llegan ellos y se arma la de Dios.
—Pero tú sabes perfectamente lo que pasa siempre –le repliqué, mientras llegaba y me sentaba a su lado tomándome un zumo de uva. Estábamos en una zona donde apenas había nadie, en una esquina de la sala–. Eres como un imán para las chicas con pareja. ¿Acaso no sabes preguntar si tiene novio?
—Me parece demasiado atrevido por mi parte. Sería muy... de imbécil.
—¿Imbécil? Oh, bueno, en ese caso, mejor que te desfiguren la cara tíos de dos metros de alto –ironizó mi amiga mientras terminada de curarle.
Keegan ya iba a replicar, cuando escuchamos que la música paró y una chica gritaba desde la puerta de entrada.
—¡LA POLI!
En ese momento todos empezaron a correr, intentando salir del lugar. Entre María y yo cogimos al rubio para ayudarle a andar, pasando sus brazos por nuestros hombros. En realidad, no sabía exactamente el por qué de huir, pero supuse que alguien se había quejado del ruido.
Cuando ya estábamos avanzando por el jardín principal, nada más salir por la puerta, la policía llegó con los coches patrulla, arrestando a varios adolescentes que estaban en la fiesta.
Nosotros incluidos.

María no paraba de dar vueltas por toda la celda en la que nos habían encerrado. Había hecho más preguntas que un test para sacarte alguna licenciatura o alguna encuesta, donde cada pregunta era más absurda que la anterior y los agentes habían pasado completamente de su cara - por pesada, más que otra cosa -, lo que hacía que se alterase más.
—¡Abridnos! ¡No hemos hecho nada! ¡¡Exijo un abogado!! –exageraba, dándole a los barrotes de la celda con una taza de metal que había allí. Como en las películas, tal cual.
—¿No puedes decirle a tu amiga que se calle un rato? –me preguntó Oscar, compañero mío de clase. Nos conocíamos desde primaria, pero nunca habíamos sido íntimos amigos.
 No se va a callar. Ya lo he intentado. Pero bueno... –me acerqué a la ahora histérica de mi amiga–. María, escúchame: ya he llamado a mi prima. Vendrá en seguida, así que... ¡CÁLMATE!
Se tiró al suelo, aún agarrada a los barrotes y se puso a gesticular en silencio.
Me puse a hablar con varias amigas que estaban allí con nosotros, cuando escuché, inconscientemente, una conversación telefónica que estaba teniendo uno de los policías que había en comisaría.
Al parecer, y por lo que pude entender, se les habían vuelto a escapar alguna especie de banda que llevaban mucho tiempo intentando dar caza: un grupo que se dedica a hacer destrozos en sitios públicos de la ciudad y alrededores.
No tenía ni idea de por qué me había parado a escuchar esa conversación, ni por qué se me había erizado el bello de los brazos nada más oírla.
En ese momento entró mi prima por la puerta de comisaría. Fue atendida por un agente, pagó la pequeña fianza por nosotros tres y salimos de allí.
—Es increíble que haya tenido que pagar yo vuestra fianza –nos replicó, visiblemente enfadada–. Me ha dicho el comisario que os detuvo porque un vecino de la casa donde estabais de fiesta avisó de que había jaleo: peleas y música muy alta. Que esa es otra, ¿qué hacíais en una fiesta un lunes por la noche? ¡Son las dos de la mañana! A veces parecéis críos.
 —Deberías relajarte, Aroa, solo tenemos dos años menos que tú. A los dieciséis tú también hacías estas cosas, y sigues haciéndolas –dijo Keegan.
—¡No estamos hablando de mi! –Admitió, indirectamente, mi prima, mientras conducía en dirección a casa de María–. Bueno, esto ha sido una tontería. Nadie tiene por qué enterarse de esto.
—Entonces, ¿no se lo dirás a nuestros padres? –preguntó la chica que momentos antes había estado al borde del pánico.
—No.

Mis padres me habían mandado un mensaje avisándome de que la cena se alargaría y que llegarían sobre las cinco o las seis de la mañana. Así que como ya habíamos dejado a cada uno en sus casas, Aroa decidió quedarse a dormir en la mía.
El día siguiente transcurrió normal: clases aburridas, recreos animados, más clases aburridas... En lo que sí me fijé fue en que el nuevo compañero no había aparecido por el instituto. Nada más el pensar qué estaría haciendo me daba una sensación de intranquilidad que ni yo misma podía explicar. Una intranquilidad absurda, ya que no sé ni por qué pensé en él, ni por qué me puse tan tensa por el hecho de que no estuviese en clase. Podría haberse puesto enfermo, haberse despertado tarde y haber decidido no ir. ¡Quién sabe! A lo mejor es un vago.
Decidí dejar de calentarme la cabeza por ese chico.
Al terminar las clases, Aroa vino a comer a casa. Mis padres y mi hermano estuvieron preguntándole cosas varias, y cuando terminamos nos pusimos a hacer los deberes.
—Oye, Nerea, ¿te apetece venir a la casa de la playa hoy? Dicen que esta noche hay lluvia de estrellas.
—Oh, bueno vale –sonreí.
—Puedes invitar a Keegan y María. Dudo que haya alguien que conozcas allí. Aunque... No te vendría mal relacionarte con alguien más. Pareces autista.
—Ja, ja, ja. Eres muy graciosa, pero no necesito relacionarme con nadie más.
Eran las siete de la tarde cuando llegamos a la playa, rodeada de casas preciosas, una de las cuales era la que usábamos la familia cuando nos íbamos de vacaciones.
Hundimos nuestros pies en la suave arena y andamos hasta encontrar un sitio perfecto donde podíamos ver perfectamente el precioso cielo ya oscurecido.
La playa estaba llena de gente, haciendo hogueras, jugando y riendo. Habían niños pequeños cantando canciones como si de un campamento se tratara y otros que ya se habían quedado dormidos en las toallas y esterillas extendidas en la arena.
—¿A dónde vas? –pregunté a Keegan, mientras se levantaba de su silleta de playa.
—A preguntar si puedo jugar yo también –me contestó, señalando a unos niños que se perseguían. Me lo quedé mirando con cara de no haberme creído la tontería que acababa de decir–. Es broma. Voy a preguntarle a esos.
Eran unos chicos de unos diecisiete años que se encontraban unos metros más allá de nosotros jugando a las palas.
—Uo, uo, uo. ¡Espérame Keegan! –exclamó María levantándose de su asiento. Le habían llamado la atención aquellos chicos. Y como para no llamarla. Uno de ellos, el más alto, era pelirrojo de ojos azules, con una sonrisa que relucía incluso en la oscuridad y, ¿por qué no decirlo?, estaba muy bueno.
El otro era un poco más bajo, de pelo castaño y ojos marrones, y no se quedaba corto en cuanto a buenos abdominales.
Poco después mi prima se tuvo que ir a no-sé-qué-sitio. No me lo quiso decir. Lo que si me extrañó fue su comportamiento. Estaba un tanto nerviosa. En realidad, empezó a comportándose raro desde que recibió una llamada segundos antes de marcharse, aunque no me preocupé mucho por ello.
La noche transcurrió tranquila: vimos la lluvia de estrellas, María se hizo bastante amiga del chico de pelo castaño -Alejandro, se llamaba. ''Alex para los amigos'', había dicho-, mi prima había venido justo cuando los primeros pequeños astros surcaban el cielo de punta a punta hasta desaparecer por el horizonte...
Después, sobre las diez de la noche llegamos a casa, y lo que sucedió a lo largo de toda esa semana fue rutina y más rutina.
Hasta el viernes, todo fueron deberes, comer y dormir. En el instituto todo transcurrió normal, aunque una vez me tuvieron que llevar al despacho del director por haber tenido una especie de disputa a mano abierta con una chica de mi mismo curso que se me había puesto prepotente por haberse tropezado con mi pie sin querer, diciendo que le había puesto la zancadilla a propósito. Si, anda. No tengo yo mejores cosas que hacer.
De lo que sí me di cuenta fue que Scott, el nuevo, solo vino el jueves a clase, y estuvo como el primer día que se presentó: con la cabeza en otro lado.
¿Pero por qué me preocupo yo tanto por eso? Ni que debiera importarme lo que haga o deje de hacer ese chico, que al parecer era un poco distante y pasota, además de un chulo engreído. Al menos por lo poco que había visto.

Ese mismo viernes, invitaron a Keegan a la inauguración del nuevo parque de atracciones a las afueras de la ciudad. Le habían regalado tres entradas y nos propuso ir con él. Además de montarnos en las atracciones, después habría otra parte de la inauguración que se haría en un bar-cantina que había justo en el centro del parque. Habría bebida, comida y baile, así que nos pareció un buen plan de principio de fin de semana.

Me vestí con una camisa negra básica sin mangas abrochada hasta el cuello, metida por debajo de unos pantalones blancos de encaje, y como calzado, unas sandalias romanas negras hasta el tobillo.
A las ocho Keegan pasó por mi casa para recogerme, cogimos un bus hasta la de María y, de ahí, nos montamos en un taxi hasta el parque de atracciones.
En la puerta nos encontramos con un hombre tan alto y fuerte como una estantería de roble, quien nos recogió las entradas y nos dejó paso hasta el interior del recinto.
Una vez dentro, me quedé parada mirando a todas partes, observando todos los cachivaches, como los llamaba mi abuela, porque desde siempre me ha maravillado subirme a aquellos trastos y sentir la adrenalina manifestándose como un leve cosquilleo en mi estómago.
Cuando salí de mi un tanto absurdo asombro, dando botes de emoción, agarré de los brazos a mis amigos mientras los arrastraba a ambos hacia la primera tracción que allí se encontraba.

Sobre las once de la noche, ya habíamos recorrido las tres cuartas partes del parque, repitiendo en las atracciones que más nos gustaron, y, aunque las demás habían estado bien, por fin llegamos a la que yo había estado esperando durante toda la noche. La había visto en el folleto que nos habían dado nada más llegar, y dado que es la atracción estrella y además, las críticas de los hombres que ya habían montado para comprobar su estado y de los críticos que también habían subido a ella, eran extremadamente buenas, habían hecho de mi un manojo de nervios, ansiosa de comprobar en mis propias carnes cuán emocionante era.
Il grido del diavolo, ''El grito del diablo'' en Italiano.

—¿Puedes parar de dar botes? ¡Me estás poniendo nervioso!
—Uy, vale rubio, perdona –me disculpé–. Es que estoy entusiasmada. ¡Quiero subir ya!
—Cállate ya, que al final nos echan por tu culpa. O a lo mejor, incluso no nos dejan subir por si acaso te das un golpe en la cabeza y tu discapacidad crece.
—¿Qué discapacidad? –le pregunté, dubitativa. Hizo una mueca graciosa, torciendo los ojos poniéndose bizco y con las manos cruzadas en su pecho como si tuviese las manos engarrotadas–. Ja, ja, já. Muy gracioso, pero que tú seas retrasado no quiere decir que los demás lo seamos.

De los tres que habíamos venido, solo mi amigo de ojos azules y yo habíamos entrado a la cola para subir a la atracción. María había decidido quedarse en la entrada esperando porque le dio miedo.
Mientras esperábamos nuestro turno para poder subir, me fijé en un chico que estaba de perfil unas personas más allá de nuestra posición. Por la luz de las farolas, que iluminaban levemente el lugar donde se formaba la cola, pude ver que el chico tenía unos ojos azules preciosos, los cuales me quedé mirando fijamente de forma inconsciente durante unos segundos, y un pelo negro como el azabache, complementado por un gorro de lana estilo americano de color anaranjado. En realidad, no me di cuenta de quién era hasta que se dio la vuelta completamente, posando sus profundos ojos en los míos. Scott. Me puse nerviosa en cuanto establecimos contacto visual. Cada vez que lo miraba me pasaba lo mismo. Eran como una serie de sentimientos contradictorios dentro de mí: por una parte, sentía un poco de miedo, cosa que no podía entender; por otra, sentía mucho interés por conocerle, otra cosa que no entendía, porque no soy de meterme mucho en la vida de los demás; y por otra, algo parecido a atracción. Todo inexplicable para mí.
Mientras pensaba todo aquello, ya nos habíamos montado en los asientos de aquella monstruosa atracción, tan alta como el edificio más grande de toda Cataluña y con tantas curvas como la pista de carreras más difícil de todas.

Acabamos por repetir una vez más y, cuando dieron las doce ya nos habíamos montado en todo.
Cuando llegamos a la fiesta, había una cantidad de gente bailando por todo el local impresionante. Otra mucha estaba en la barra tomando algo, y otra mucha ya estaba medio pedo, riéndose a más no poder.
—Por dios, solo lleva diez minutos abierto este sitio y ya hay gente vomitando –dijo María, con cara de asco. Se había puesto un vestido azul marino ceñido a la cintura con un lacito del mismo color donde empezaba a abrirse, haciéndole un vuelo precioso. Llevaba el pelo suelto y con su rizado natural. Como calzado había elegido unas bailarinas negras, y había decorado sus pestañas con rímel, que resaltaba sus ojos marrones oscuros.
Pasados unos treinta minutos ya había perdido a mis dos acompañantes, como pasaba siempre. Me había quedado sola.
Decidí acercarme a la barra y pedí un Cosmopolitan. Me senté en uno de los taburetes anclados al suelo y observé cómo toda esa gente bailaba entre el bullicio que ellos mismos formaban. Sinceramente, para bailar, yo prefiero un espacio más libre, sin tanta gente pisándome cada dos por tres.
En cuanto terminé mi bebida me dirigí al baño, ya que llevaba todo el día sin ir. Mi vejiga estaba a punto de reventar, cuando, delante de mí, a pocos metros del baño, diferencié a mi derecha a Aroa sentada en uno de los sillones rojos pegados a la pared. Pero no estaba sola. Estaba sentada justo al lado de un chico bastante atractivo, de unos veinte años de edad y con el pelo un poco largo y rubio, aunque no pude ver mucho más, porque me quedé completamente helada. Había pensado en acercarme, pero rechacé la idea al instante en el que los dos individuos comenzaron a besarse como si no hubiera un mañana.
Di un paso hacia atrás. No quería estropear el momento, y bueno, también me daba un poco de asco, siendo sincera. Soy rara. Siempre lo he sido en ese aspecto, así que retomé mi camino hacia el baño.

La noche pasó rápida. Al final acabé encontrando a María, quien se quedó conmigo el resto de la fiesta. Bailamos y conocimos gente. Vimos a Keegan una vez cuando pasaba por al lado de nosotras. Llevaba a una chica rodeada por los hombros con su firme brazo. Nos guiñó un ojo y siguió hacia delante, desapareciendo por el baño de los chicos, aún con la tía esa. María y yo nos miramos y supimos perfectamente lo que iban a hacer aquellos dos ahí dentro, así que decidimos dejarlo pasar. Solo llegamos al acuerdo de que si se metía en una pelea más, esta vez no intervendríamos.
Nos alejamos de ahí para más precaución y fuimos con un grupo de gente que estaban jugando en una esquina del establecimiento a un juego por grupos.

Habría que divertirse de alguna manera el resto de la noche.