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jueves, 11 de febrero de 2016

Capítulo 10.

—¿Está viva?
—¿Cómo no va a estar viva, idiota?
—Scott le ha dado muy fuerte.
—Sois unos exagerados.
—Pues yo creo que sí que ha muerto.
—Callaos ya, gilipollas. Está despertando...

Abrí los ojos a duras penas, escuchando palabras a lo lejos que se me hacían difíciles de entender. Estaba tumbada en el suelo, y las luces de la sala de entrenamiento me golpeaban directamente en la cara.
Empecé a distinguir sombras, y poco después ya podía separar las voces y ordenar las palabras que llegaban a mis oídos. Y cuando al fin conseguí abrir los ojos del todo no me sorprendió encontrarme con las caras de cuatro personas justo encima de mí, a una distancia impresionantemente incómoda.
—Os lo he dicho, no estaba muerta —sentenció María, poniéndose de pie y cruzándose de brazos.
—Pero por poco —añadió Finn.
—Lo que pasa es que sois todos unos débiles. Un pequeño golpe en la nuca y ya estáis montando el teatro.
—Perdonad, pero sigo aquí —interrumpí—. ¿Me ayudáis a levantarme? Un poco de compasión, coño.
Dicho y hecho. Muy listos no, pero al menos serviciales sí son.
—¿Recuerdas lo que ha pasado?
—Creo que... Vine a entrenar, y me encontré con Scott, que estaba con los sacos de boxeo —lo miré, y me miraba, pero tenía una expresión que no conseguía descifrar—. Estuvimos entrenando un poco de lucha cuerpo a cuerpo, y lo último que recuerdo es ver cómo alzaba la pierna. Y ahora estoy aquí contándoos esto.
—Tío, eres un bruto. ¿Aún no eres consciente de la fuerza que tienes? —regañó Aroa a Scott, quien rodó los ojos—. Te dio un golpe con el talón en la nuca. Un poco más fuerte y esto se habría quedado en algo más que un susto.
—Bueno... No importa. No ha pasado, así que ya está —dije—, podemos olvidarnos del asunto.
—Si tu lo dices... —Finn miró de reojo al castaño que había sido mi agresor—. Te he hecho un pequeño chequeo y parece que no tienes contusiones en el cerebro ni nada roto. Creo que estás bien, aun así, no nos hemos atrevido a moverte. Pero deberías descansar.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Una hora y media, calculo.
—Suficiente descanso. Voy a seguir entrenando.
—Pero... —Mi mirada le hizo callarse—. Bueno, de acuerdo, pero lleva cuidado. Y tú —señaló a Scott—, también.

Entre vosotros y yo, últimamente no he estado muy bien. Todo el cambio que ha sufrido mi vida me ha afectado más de lo que me gustaría admitir.
Llevamos ya en el almacén unos diez días, en los que han habido un par de ataques a los que han tenido que asistir Scott, Andrea y Aroa como agentes de La Por, y en los que María, Finn y yo hemos comenzado a entrenar. Y no solo nosotros.
Esto es una locura. En el almacén del PPV hay por lo menos 40 internos comenzando a entrenar para desarrollar sus habilidades para aprovecharlo en nuestro beneficio. Y en lo que llevamos viviendo aquí he conocido a personas que lo llevan bien, otros que lo llevan regular, otros que lo llevan mal y otros que visitan al psicólogo cada día. No sé yo si también me lo debería empezar a plantear.
El caso es que vengo a la sala de entrenamientos cada día, porque necesito desahogarme. Es el único sitio del almacén en el que me encuentro prácticamente bien, podríamos decir. Y lo mejor es el rinconcito que hay para boxeo. Está en una habitación al fondo de la gran sala de entrenamientos, con paredes grises acolchadas, suelo acolchado de igual manera, puertas grandes de cristal blindado y cinco sacos que son gloria bendita para los que venimos a desfogarnos.
Además, estoy pasando más tiempo con los chicos —y con los chicos me refiero a los que ya conocía y a los demás internos—, y sobre todo con Scott. Al parecer se sabe a la perfección cuándo vengo a entrenar, y cuando estoy aquí, al poco tiempo aparece él. No me quejo, claro. Estoy mejorando mucho con mis habilidades gracias a él, y parece que nuestra relación se ha fortalecido.
No sé cómo decirlo, pero lo noto distinto conmigo. Distinto para bien. Y, debo reconocer, lo que sentía cada vez que lo tenía cerca se ha incrementado. He intentado evitarlo, pero me es completamente imposible. Y eso hace que me ponga aún más nerviosa.

Poco después de intentar volver al entrenamiento y nada más entrar en la sala de tiro, me mareé, así que decidí que no podía seguir entrenando. Muy a mi pesar, Finn tenía razón.
—¿Qué pasa? ¿Al final te das por vencida? ¿Me tienes miedo? — me preguntó Scott con un tono sarcástico apoyado en el marco de la puerta, cuando yo acababa de salir.
—Muy gracioso, Parnell. Verás, resulta que casi me dejas un poquito en coma, y estoy mareada. Así que me voy a mi habitación, y cuando me encuentre mejor, te daré la paliza de tu vida. Saludos —dije, haciendo el amago de irme, cuando una mano me agarró por el hombro.
—Oye, ¿pero estás muy mal? —me preguntó, bajando el tono de voz—. Que... que no quería darte así, fue sin querer. La adrenalina...
Me quedé atónita. ¿Scott sintiendo remordimientos? ¿Y de verdad? Já.
—No pasa nada, Scott... No te preocupes. Sólo necesito reposo.
Para mi sorpresa, pasó su brazo por encima de mis hombros y comenzó a andar.
—Te acompaño a tu habitación, entonces.


Entramos a la "casa" que me correspondía. Estaba en silencio y las luces tenían un brillo tenue. Las lámparas que había funcionaban por energía solar y, aunque ésta energía se almacene, al final del día apenas queda luz potente.
Ya me había empezado a acostumbrar a aquel pequeño apartamento de apenas cuarenta metros cuadrados, y he de decir que no es tan incómodo como al principio creía que iba a ser.
María no estaba en ese momento. Desde que llegamos, ella misma había decidido que ayudaría a Finn y a otra enfermera que tenían en el PPV en la enfermería, aparte de entrenarse para cuando llegase el momento.
En esos días me había dado cuenta de que tanto Scott, como Andrea y Aroa observaban mucho a María, en todo lo que hacía. Tenían los ojos puestos en ella constantemente: en la sala de entrenamientos, en la enfermería, cuando se iba a la sala común a pasar el rato y a escribir...
Realmente no sabía por qué lo hacían, o también podría estar delirando. Muchos cambios en poco tiempo hace que no tengas nada claro.
—Gracias por acompañarme.
—No es nada. Además, si te hubieses caído de camino y hubieses estado sola, quizá habrías manchado el suelo de sangre por el golpe. Y esas manchas son las más difíciles de quitar —contestó, con intención de parecer gracioso.
—Venga, vale, fuera.
—Pero no te pongas así, solo era broma —me dijo entre risas. Por si nadie se había dado cuenta, le divierte molestarme.
Me giré cara a él. La puerta estaba abierta a su espalda. Y yo lo tenía a él delante, impidiéndome gran parte de la visión hacia el exterior de la casa. Posé mis manos en su pecho, intentando empujarlo hacia fuera.
Estaba claro que era un hombre que pocas cosas tenía que envidiarle a los demás: espalda ancha, musculada, hombros fuertes y rígidos, de proporciones perfectas, mirada que podría derretir el más duro de los diamantes y sonrisa que, no importa el momento, siempre hace despertar en mí ese calor que inunda mi pecho. Y yo ahora mantenía mis manos en el suyo. La misión que había pretendido llevar acabo segundos atrás había sido abortada. Las pocas fuerzas que podría haber tenido para echarlo se desvanecieron, y todo se había vuelto blanco, y ahora sólo existía él, frente a mí. Mis manos ya no hacían presión ninguna, y ahora se dedicaban a sentir, quietas.
Y las suyas de repente se encontraban en mi cintura, y me habían pegado a él. No me preguntéis cómo. El tiempo había dejado de existir.
Y me besó.
No, no lo vi acercarse, ni el movimiento de su cara al acercarse a cámara lenta como suelen contar, ni su respiración cerca de la mía un segundo antes del impacto, ni ninguna caricia precedente con sus labios. Simplemente el beso. Tan dulce, tan delicado, tan bonito y tan sencillo. Algo que sólo él podría conseguir. Y yo sentía todos y cada uno de sus dedos, acariciándome, bajando desde la cintura. Poniéndome la piel de gallina.
Tan simple y, a la vez, tan complejo.

miércoles, 25 de febrero de 2015

Capítulo 9.

La habitación a la que entramos era un poco más grande que la que usaban de enfermería. Paredes de un color gris básico; una mesa, llamémosla así, de despacho de ejecutivo colocada justo delante de una silla del mismo estilo; una pantalla digital enorme detrás del sillón; un sofá de cuero marrón por aquí, otro igual por allí; estanterías repletas de libros ocupando una pared completa...
Y Andrea sentada en la mesa sujetándose una bolsa de hielo contra su cara. Me miraba seria. Ni rencor ni nada, solo seria.
Scott nos dijo que nos pusiéramos cómodos y se sentó en el sillón. Comentó un par de cosas con Baró que sí oí pero que no logré comprender. Después de hablar se sentaron los dos a revisar unos papeles.
Finn y yo intercambiamos miradas confusas.
—Perdonad —fue él quien decidió romper el silencio—. No me malinterpretéis, estos sillones son muy cómodos y me encanta estar aquí, pero, llamadlo intuición, llamadlo que nos lo habéis dicho antes, ¿no nos teníais que... comentar algo?
Scott y Andrea se miraron, para después dirigir su vista hacia nosotros. La que habló fue ella.
—Estamos esperando a dos personas más.
Como si estuviese todo ensayado aparecieron por la puerta dos chicas. La más alta, de pelo castaño claro casi rubio; y la otra más morena y de pelo oscuro...
«No puede ser...», pensé al verlas. Bufé y me dejé caer en el sofá, tapándome los ojos con una mano como si no ver nada fuese a solucionar algo. Necesitaba relajarme, volver a mi casa y tumbarme en la cama a beber chocolate caliente y ver un maratón de Cómo conocí a vuestra madre hasta aborrecerla.
Pensándolo bien, en realidad no puede estar pasando. Esto ocurre en las películas que suelo ver con mi familia, en las que el o la protagonista es secuestrada por unos asesinos pervertidos que se la llevan a una zona apartada del mundo, donde le hacen de todo para después matarla.
Estoy delirando.
«Bien, Nerea, piensa... Esto no es cierto. Lo más seguro es que te despiertes dentro de poco y te encuentres a tu madre haciendo churros con chocolate en la cocina, a tu hermano viendo la tele y a tu padre trabajando en su ordenador, como todas las mañanas de domingo. No durará mucho. Solo hay que esperar...», me dije.
Aparté la mano de mi cara y miré a las chicas que acaban de entrar. La primera estaba hablando con Andrea en una esquina de la habitación, manteniendo una conversación de la que, al parecer, solo pueden enterarse ellas. La más bajita abrazó a Finn, y lloró en su hombro. Miré la mesa y encontré a Scott sentado en ella con una única pierna tocando el suelo, mirándome con una media sonrisa y ojos evaluadores. Como el cazador que estudia a su presa antes de clavarle la flecha entre ceja y ceja. Pero esta vez no pienso demostrar ni el más mínimo atisbo de desconfianza.
Me levanté para abrazar a María, que acababa de dejar de llorarle a Finn y parecía más tranquila.
—¿Qué haces aquí? ¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué estamos aquí? ¿Dónde es aquí; qué es este sitio?
—No lo sé, pero cálmate. No creo que estemos mucho tiempo aquí.
—Ojalá tengas razón...
Me giré hacia Aroa, que acaba de terminar de hablar con Andrea. Iba vestida entera de negro con un traje parecido al de Andrea, pero sin el lazo en la coleta que se ha hecho.
—Perdona que no te hayamos dicho nada, Nerea, pero era necesario. Acabarás comprendiéndolo.
—Lo comprendo.
Me miró raro. Normal, no se espera tanta tranquilidad en una persona que ha sido secuestrada.
Marchó hacia la mesa con Scott y Baró. Finn, María y yo nos sentamos en el sofá en el que habíamos estado minutos antes dos de nosotros.
Nos explicaron que la banda a la que pertenecen Scott y Andrea se hace llamar «La Por» y que se trata de un grupo de personas enorme repartidas por todo el mundo. El objetivo principal de este grupo es formar una unión de todos los países de Europa que esté bajo su mandato y que, para ello, el Jefe manda conseguir personas capaces de llevar a cabo su plan. Personas con alteraciones en su desarrollo genético, algo fuera de lo común. Personas con ciertas capacidades desarrolladas.
Nos dijeron también que Scott y Andrea fundaron una especie de «resistencia», en la que internan a las personas que logran rescatar en las misiones en las que se supone que deben secuestrarlos. A esto le llaman PPV: Programa de Protección de Víctimas (nadie dijo nunca que los nombres tuviesen que ser ingeniosos).
«De hecho, ahora mismo estáis en el almacén subterráneo donde tenemos a los internos. Bienvenidos a corazón de la PPV», nos dijo Andrea con una gran sonrisa en la cara.
Después nos contaron el porqué de que ellos estén ahí. Queda claro que pocas personas están en La Por porque sí, sino porque han sido raptados, entrenados y criados dentro de la banda para participar en ella; o bien por otros motivos. En el caso de Andrea y Scott, se vieron obligados. Al parecer, los dos son hermanos y su madre estaba metida en La Por. Tras un par de operaciones fallidas por culpa de su madre (que por aquel entonces aún estaba recuperándose de una operación de espalda bastante fuerte), el Jefe decidió que ya no podría continuar siendo útil a La Por, así que en vez de dejarla libre y arriesgarse a que la mujer contase algo respecto a ellos a alguien, la mandó matar. En realidad, dio dos opciones: o la mataba, o bien la dejaba vivir pero se llevaba a sus dos hijos como seguro de que no diría nada de la existencia de la banda a nadie. Si lo hacía, los mataría a los dos.
—Perdonad que interrumpa, pero si sois hermanos... ¿por qué tenéis distinto apellido?
—Distinto padre, misma madre —respondió Andrea a María. Pregunta muy poco lógica.
—Ah.
—Y —habló Finn— si estáis en La Por significa que también tenéis algunas «habilidades», ¿o no es necesario?
—Sí, sí que tenemos —respondió Scott. Tardó un rato en seguir hablando—. Velocidad, reflejos, fuerza... Tenemos esas habilidades muy desarrolladas.
—Además tenemos unos niveles de adrenalina muy por encima de los del resto de la gente.
—Entonces... —dijo María después de un largo silencio— ¿sois como los vampiros de Crepúsculo?
Haciendo caso omiso de la pregunta, conectaron la gran pantalla que estaba en la pared de detrás del escritorio y aparecieron muchas, muchísimas fotos de Finn tomadas desde distintas «cámaras espía» (personas de La Por encargadas de seguir a los objetivos para hacerles fotos y averiguar cualquier cosa de importancia sobre ellos): Finn leyendo en uno de los bancos de un jardín; Finn comiendo una hamburguesa en un McDonald's con amigos; Finn levantando pesas en el gimnasio de al lado del instituto; Finn andando con muletas por el hospital mientras aún se recuperaba su pierna...
Lo habían estado siguiendo desde hacía meses y ni siquiera había sospechado nada.
Finn tiene unas capacidades mucho más especiales que las del resto, puesto que un número muy reducido de personas las tienen. Puede adelantarse a cosas, sucesos que otros no preveríamos, como los movimientos de la gente; algo así como tener intuiciones mucho más reales que las que solemos tener los demás. No exactamente visiones, pero por el estilo. Además puede crear planos mentalmente de prácticamente cualquier cosa en cuestión de segundos.

Luego llega mi turno. Ponen mis fotos, un montón de ellas. En el instituto, en mi casa, en la fiesta en la que Keegan salió herido, en la biblioteca...
Se me pone el vello de punta y un escalofrío me recorre toda la espina dorsal. Yo tampoco me había dado cuenta.
«Esto no es más que un sueño. No hay por qué ponerse nerviosa...», me digo, pero es que todo parece tan real.
Me cuentan que la habilidad que tengo no es tan especial como la de Finn, ya que aunque no muchos la tienen, sí es más corriente que la suya. Mis sentidos están mucho más desarrollados que los del resto de personas: oigo, veo, huelo y siento cosas que nadie más podría y detecto los sabores de otra manera.
Ahora que lo pienso, si es verdad que desde hace un tiempo me pasan cosas muy extrañas, como cuando oí el grito de Finn detrás de aquella casa vieja. Solo lo escuché yo, ni siquiera María, que iba a mi lado, se enteró de nada hasta que estuvimos allí.
Me pasé las manos por la cara, intentando recomponerme.
Apagaron la pantalla.
—¿Y por qué estoy yo aquí? —preguntó María, seria.
—Nerea te había contado demasiadas cosas. No podíamos arriesgarnos.
Silencio para intentar digerir lo que iba a pasar de ahí en adelante. Adiós a mucha gente, y vida nueva (supuestamente).


—¿De qué te ríes tanto?
—Vamos, María, esto es surrealista. Todo es un mal sueño. Estoy segura de que estoy apunto de despertarme.
Me miró como si hubiese dicho algo ilógico y sacudió la cabeza.
—Vale, entonces avísame cuando lo hagas. Nos vemos después, cuando dejes de delirar y puedas comprender lo que de verdad está pasando.


El tiempo se ha parado. Está todo en silencio. El cielo despejado, y el sol parece vacilar, decidiendo si ocultarse o no detrás de aquel enjambre de casas, todas juntas y perfectamente alineadas frente a otro grupo de adosados, idénticos unos a otros.
Sentada en uno de esos tejados veo la puesta de sol a lo lejos.
Las calles están totalmente desiertas. Nadie ni nada se atreve a perturbar ese delicado suspiro del viento, lo único que llena este enorme vacío, acogedor y relajante.
Oigo una voz a mi lado. Me está hablando, pero no consigo entender lo que dice. ¿Habla en otro idioma? No, reconozco que es español, pero no consigo entender el significado de sus palabras.
Miro a mi izquierda. Es Scott. Está mirando la puesta de sol mientras habla, muy pegado a mi. Enseguida deja de pronunciar esas palabras, sin sentido para mí. Me mira y sonríe. No puedo evitar imitarle. Me he fijado muchas veces en él y sé lo guapo que es. Pero ahora, con la luz anaranjada del sol alumbrándole el rostro, y con esa sonrisa como perfecto accesorio, me doy cuenta de que hay algo en él que no había reconocido antes.
Lleva una de sus manos hacia mí y me acaricia la mejilla con el pulgar, y con una delicadeza que creía inexistente en él. Me doy cuenta de que me he quedado ensimismada por su caricia y vuelvo en mí.
Scott sonríe un poco más ante ello, y se acerca, y se acerca, y se acerca, y entonces el silencio se ve invadido por el ruidoso trinar de cientos de pájaros que se elevan desde sus escondites hasta el cielo, huyendo.
Scott se separa sin ni siquiera rozar mis labios y los dos juntos miramos cómo el cielo se tiñe de negros pájaros que vuelan por encima de nuestras cabezas, aterrorizados.
Aparece Andrea por la pequeña trampilla que conecta el desván con el tejado, por donde hemos subido. Su cara refleja seriedad y determinación, aunque también puedo detectar nerviosismo en sus ojos.
«Tenemos trabajo».


Desperté sobresaltada, ahogando un grito. Me quedé quieta durante segundos, intentando recuperar mi respiración normal. ¿Un sueño dentro de otro sueño? En ese momento fui consciente por primera vez desde que abrí los ojos en que no me encontraba en mi habitación. Estaba acostada sobre una cama de sábanas blancas, con otra de esas camas pegada a la pared paralela a la que yo estaba. Una habitación austera únicamente con estos dos muebles y un armario entre ellos. Me levanté y salí del cuarto para encontrarme con una pequeña cocina abierta a un lado (equipada con horno, microondas y vitrocerámica, entre otros), y al otro una habitación que supuse era el baño. Un sofá color café ocupaba una de las esquinas libres. Una vivienda con lo básico y necesario.
Entonces me acordé de que justo en la habitación de donde acababa de salir era donde le había dicho a María lo de que todo era un sueño. Entonces me parecía una idea lógica para todo lo que ocurría, pero...
—Oh, bien, ya estás despierta —dijo ella al entrar por la que debía de ser la puerta principal, entre la cocina y el baño—. ¿Cómo has dormido? Te vi bastante tranquila. Yo apenas he podido pegar ojo. Finn tampoco. Nos hemos pasado la noche dando vueltas para conocer el almacén.
Recordé lo que había dicho Andrea sobre lo del almacén y lo del corazón de la PPV el día anterior.
Caminé torpemente hacia la cocina, abrí el grifo del friegaplatos y metí la cabeza bajo el frío chorro de agua. María dejó de hablar. Saqué la cabeza nada más mi nuca hubo tocado el agua; ésta estaba tan fría como el hielo, y el contacto inmediato con ella me causó tal impresión que me dio la sensación de quedarme sin aire.
Parpadeé varias veces y me froté los ojos, para después echar un nuevo vistazo a la sala, que seguía igual (excepto por el hecho de que ahora estaba empapada). Miré a María, que me observaba con una mezcla de sorpresa y diversión, casi con los ojos fuera de las órbitas y con la boca abierta, intentando no reír.
—No puede ser.
Me pellizqué lo más fuerte que pude el brazo izquierdo, pero seguí ahí plantada, dándome de bruces contra lo que yo creí que era un sueño. Hasta ese momento, claro.
Recité varias veces la palabra «no», intentando asimilar toda la información que había estado apartando por creerla absurda y que, de repente, se materializaba ante mí igual que el muro que no ves cuando andas por la calle despistada.


—Entonces ¿nos estás diciendo que creías, en serio, que todo esto era un sueño? -preguntó mi prima para después soltar una gran carcajada.
—Pues sí... Es más raro que esto sea real, que yo haya creído que es un sueño... ¡Dejad de reíros de mí!
—Vale, ya basta —interrumpió Scott, haciendo que el resto dejara de reír—. Hemos tenido varias personas que creían que esto no es real, así que veo una auténtica gilipollez que os riáis de ella. Ahora que ya se te ha encendido la bombilla —se volvió hacia mí— tendrás que acostumbrarte y aprender a vivir aquí. Para empezar, te hospedarás junto a María en la habitación donde te has despertado. Todas son iguales, así que supongo que os dará igual. Está en la fila del centro del almacén, pero próxima a las escaleras que suben a esta planta, la planta alta, donde tenemos el despacho (lugar donde estamos ahora mismo); la habitación de al lado, bastante más grande, que es la sala de control; la sala de armas y la enfermería. Os quedaréis aquí el tiempo que haga falta. No sabemos cuánto, pero por vuestro bien psicológico, mejor que no preguntéis. No queremos que os volváis locos, como muchos otros. Tenemos enfermeros para tratar a las personas heridas, y otra clase de médicos para la gente a la que se le va la cabeza por no aguantar aquí metidos; están a disposición de todos, pero no abundan, así que intentad no dar razones para visitarles. Por otra parte, Andrea, algunos chicos más a los que hemos entrenado para que nos ayuden (como Aroa), y yo solemos traer nuevos internos cada semana. El número depende de los ataques que hayan por parte de La Por, ya sabéis.
»Lo último que creo que deberíais saber es que el almacén está conectado a una casa donde vivimos Andrea y yo, y donde despertaste tú —esto último iba dirigido a mí—, y que nos sirve para estar más alerta de lo que pasa con La Por y poder reaccionar a tiempo. Se accede a ella a través de unos túneles subterráneos que conectan el almacén con una puerta secreta que hay en una de las habitaciones. Por seguridad no solemos dejar que los internos subáis a ella: sólo en caso de necesidad se permite el acceso.
»Eso es todo. Espero que esté todo claro.
Después de aquella charla y de un momento de aturdimiento y de digestión de información por parte de los que ahora nos convertíamos oficialmente en internos, Scott nos dijo que nos recomendaba que fuésemos a arreglar las que ahora serían nuestras casas para hacerlas más reconfortantes.
«Aunque no creo que podamos acomodarlas mucho, dado que nuestras pertenencias son nulas», pensé.
María y Finn se levantaron del sillón donde estábamos sentados los tres, el mismo sillón que habíamos usado la primera vez que habíamos estado en el despacho.
Yo me levanté cuando ellos ya se encaminaban hacia la puerta, cabizbajos, seguramente pensando en qué iban a hacer el resto del tiempo en el que iban a estar allí (lo más posible, mucho, mucho tiempo). Estaba claro que a Finn ya lo habían cogido como enfermero. Estaba segura porque había sido él quien me había curado a mi llegada.
Mientras me encaminaba hacia la puerta, tras ellos, le daba vueltas a preguntas como: «¿tendré que pasar aquí el resto de mi vida?», «¿me volveré loca como otros de los chicos que ya vivían aquí?» o «¿estoy condenada a pudrirme aquí sin hacer nada?». Preguntas que podrían sonar un poco absurdas, ya que probablemente las respuestas estén bien claras, pero que a lo mejor...
—Quiero ayudaros. Si tengo que quedarme aquí, que sea para algo útil. 

jueves, 25 de diciembre de 2014

Capítulo 8.

Evalúo mi propio reflejo frente al espejo de mi habitación.
Llevaría así como diez minutos. Mi pelo castaño completamente revuelto caía sobre mis hombros a su antojo, y los leves surcos violáceos que enmarcaban mis ojos se hacían cada vez más visibles a causa de lo mal que había dormido los últimos días.
Conclusión: estaba hecha un desastre, aunque tampoco pensaba arreglarme.

Bostecé, y pude detectar aquel repugnante olor que surge de las bocas de todos los humanos del mundo al despertar. Arreglarme tal vez no, pero un buen lavado de dientes no me lo quitaba nadie.
Había dormido hasta tarde, y cuando desperté debía de ser la hora de la comida.
Los días anteriores apenas había descansado: me acostaba tarde y me levantaba temprano por culpa de mis padres y de los trabajos de casa que me mandaban hacer como escarmiento.
Di gracias a que ya era sábado, mi día libre.

Me levanté a duras penas y me dirigí al baño. Una ducha de agua fría era lo que necesitaba, definitivamente. El día anterior me lo había pasado limpiando a fondo la apestosa y desordenada habitación de mi hermano, por lo que había acabado sudando a mares. Sin embargo, ni siquiera me dio tiempo a pensar en darme un baño porque en cuanto me tumbé en mi cama para descansar «5 segundos», me dormí.
(Nota para mí: cambiar de sábanas lo antes posible).


—¿Dónde están mamá y papá? —le pregunté a mi hermano mientras me sentaba a su lado en el sofá, no sin antes haberme abierto una lata de Sprite como desayuno-almuerzo.
—Mamá salió esta mañana para yo-qué-sé-qué-cosa y no volverá hasta dentro de unas horas. Y papá... no tengo ni idea de dónde está papá —respondió sin apartar los ojos del televisor.
—Vale. Voy a comer, ¿quieres?
—No, ya lo he hecho.
—De acuerdo —asentí, mientras me levantaba del sofá—. Ah, y quita los pies de encima de la mesa. Es de mala educación, y anti higiénico.
Es de mala educación —se burló.


—Eh, unos amigos me han invitado para ir al cine. Me voy.
Escuché la voz del apestoso y desordenado adolescente que tengo como hermano desde la entrada de la cocina.
—¿Llevas dinero?
—Sí.
—¿El teléfono?
—También.
—¿Vas a beber?
—Que sí... Espera, no.
—¿Y a consumir drogas?
—¡Tampoco!
—Bien. No estropees tu vida de esa manera pequeño aprendiz —le miré por primera vez desde que había empezado aquella conversación.
Me llevé el último tenedor de macarrones a la boca.
—Muy graciosa. ¿Me prestas las llaves de casa?
Dejé el plato en el lavavajillas y me dirigí el pequeño librero con cajones que hace la vez de recibidor en la entrada de casa. Saqué lo que buscaba y se las entregué a Javier.
—No me las pierdas.
Salió por la puerta con el monopatín y tomó camino calle abajo a bastante velocidad. Yo me quedé bajo el umbral de la puerta viendo cómo se marchaba. Un día de estos se va a estrellar y yo estaré ahí para verlo. Tengo esa esperanza.
Ya entraba de nuevo a casa cuando me volví hacia la carretera al escuchar el rugir de un motor. Frente a mí se volvía a encontrar la perfecta silueta del chico que no había hecho más que incordiarme desde que le conocí.
—¿Acaso me estás cogiendo cariño, Parnell? —le pregunté en tono burlón.
Él había bajado de la moto y se dirigía con paso firme hacia el porche.
—Más quisieras. No, vengo a hacer el trabajo de arte. Ya sabes, ese que es por parejas y que nos puso la profesora a traición... —me aclaró. Seguramente al ver mi cara de desconcierto.
—Sé cuál dices, pero pensé que no ibas a querer hacerlo. No tienes pinta de que te importe mucho el sacar buenas notas.
—No me gusta estudiar, como a nadie, pero si hay que sacar buenas notas, se sacan. Cuando quiero aplicarme me aplico. Las apariencias engañan, princesa.
Y apartándome de la puerta, pasó a casa. Puse los ojos en blanco y, suspirando, cerré la puerta tras de mí.
«Al menos esta vez ha entrado por la puerta. Vamos avanzando», pensé.

Bajamos al sótano, donde mi madre guardaba todos sus trastos de arte desde aquella vez en la que le dio uno de sus lapsus y se propuso llegar a ser una gran pintora.
«Seré una de las mejores artistas que haya pisado este mundo. Me apuntaré a clases de pintura y cuando esté lista, presentaré mis proyectos a todos los museos del país, ¡y del mundo!. Pero no reconocerán mi talento y me convertiré en una de esas pintoras cuyas obras de arte no serán apreciadas hasta el día de mi muerte. Entonces ganaré tanto dinero que me nombrarán emperatriz del cielo, o algo así, y me compraré un chalet con piscina climatizada en la ciudad más famosa de las alturas».
Abandonó su sueño dos semanas después.

—¿Qué vamos a hacer?
Estábamos sentados en unos taburetes en medio de la sala; uno frente al otro, con los atriles entre medio.
—Ni idea. Tú solo dibuja algo con lo que pudieras describirme y ya está. Ya sé que puede ser difícil para ti porque eres un poco corta. Pero ya verás como te vendrá algo.
—Ja-ja.
Aunque me había molestado ese comentario, lo cierto es que sí necesité mi tiempo para pensar en el dibujo.
Le daba vueltas a la cabeza una y otra vez mientras observaba cómo él cogía pintura únicamente negra con un pincel bastante delgado y lo llevaba hasta su lienzo. Qué concentración.
—Listo —concluyó solo cinco minutos después.
Yo todavía no había movido un solo dedo.
—¿Qué? Pero...
—Eres muy lenta. Pero como eso ya lo sabes, no te lo voy a echar en cara. Adelante, sigue con los tuyo. Yo te espero.


Media hora y ya lo tenía terminado.
Había necesitado bastante tiempo en pensar qué hacer, para acabar dibujando algo totalmente simple en medio del lienzo: unas alas completamente negras -muy bien dibujadas comparadas con otros de mis trabajos de dibujo anteriores, he de añadir- con algunos detalles en blanco, marcando las plumas e intentando darle mayor realidad a la pintura.

—Vaya... —dijo Scott al ver mi dibujo.
—Sí: vaya —contesté yo con la misma cara de asombro al ver el suyo.
Mi dibujo era exacto al suyo (quizás un poco mejor). La única diferencia es que sus alas eran blancas. Había utilizado el mismo blanco impoluto del lienzo como relleno, y había usado el negro para marcar el contorno y los detalles.
En ningún momento antes de acabar mi dibujo yo había visto lo que Scott dibujó con anterioridad y, siendo objetivos, es prácticamente imposible que hubiésemos pensado lo mismo.
—Y, ¿qué significan las alas negras, exactamente?
—Pues... —dudé— No lo tengo claro. Podrías interpretarlo de muchas maneras, yo creo. Pero posiblemente los misterioso que eres... Y lo horrendo. Eso también.
—Bueno, podré vivir con eso.
—Y las halas blancas, ¿qué significan?
Se quedó parado unos cuantos segundos observándonos al dibujo y a mí alternativamente, después dijo:
—Eres una niña buena. Demasiado, diría yo.
Se me quedó mirando otro largo rato con esos intensos ojos azules mientras yo notaba cómo comenzaba a subir el calor a mis mejillas. Estaba ardiendo.
—Y horrenda. También eres horrenda.

Preparé café para los dos y me senté a su lado en el amplio sofá. Cada uno en una punta.
—¿Puedo hacerte un par de preguntas? —pregunté, rompiendo de repente el silencio.
—Siempre que nos vemos las haces.
—Siempre que las hago no me contestas adecuadamente.
Touché.
Apagué la tele y me giré hacia él.
—¿Qué os pasa a ti y a tu banda esa últimamente? ¿Qué problema tenéis?
—¿Perdona?
—Sí, no me mires así. Me refiero a que por qué mierdas andáis, o andan, disparando a quien se encuentran por ahí y por qué parece que están donde yo estoy.
—Mira, lo que pase con nosotros no es asunto tuyo. Demasiado es que sabes que yo estoy metido en este jaleo. Y sola y únicamente para que te calles, voy a concederte el dichoso placer de responderte a una pregunta. Venga, apremia.
—¿Por qué estoy metida en este lío? —pregunté de una, ya un poco enfadada.
—Porque esta gente quiere secuestrarte. ¿Contenta?
—Já, pues no —contesté indignada—. Exijo que me expliques más cosas. No puedes decirme que estoy en medio de una tremenda mafia de película, que ha aparecido de un día para otro así como así y esperar que no te interrogue más, ¡la hostia!
—Relájate.
—¿Que me relaje? ¿Enserio me acabas de decir eso, Parnell?
Estaba que echaba humo. Me dolía fuertemente la cabeza y necesitaba desahogarme. Todo esto parecía sacado de una telenovela o algo por el estilo.
Entonces se echó hacia delante en un ágil movimiento agarrándome por los brazos y pegándome al sofá de un golpe. Con eso, él no había quedado a más de seis centímetros de mi cara, con su cuerpo cubriendo completamente al mío.
—Escúchame, princesa, todo lo que te tenga que decir te lo diré cuando sea necesario, ¿vale? Así que por favor, cálmate. Por-favor.
El corazón ahora me latía a saber a cuántas pulsaciones por segundo, y no conseguía controlarlo. Mi cara sería un poema, sin lugar a dudas. Y con respecto a lo de calmarme, si no hubiese sido porque tenía encima al chico que conseguía acelerarme el pulso solo con su presencia, seguro que lo hubiese conseguido.
—Deberías verte ahora mismo... —susurró haciéndose hacia delante, muy cerca de mis labios—. En serio, deberías hacerlo. Estás muy graciosa.
Se levantó con la misma agilidad con la que había conseguido tumbarme y se sentó de nuevo en el lugar en el que estaba sentado.

La cama, una manta, un chocolate con leche caliente y mis calcetines de andar por casa peluditos de Pikachu fueron mi cita de esa noche. Me quedé hasta tarde viendo vídeos con el portátil y los auriculares mientras mis padres y mi hermano veían en el salón una película que acababan de estrenar en cines pero que mi padre había descargado por internet.
Esa noche me dormí sobre las dos de la madrugada, al terminar de ver el último vídeo subido por un chico de YouTube que me gusta mucho. Pero no habría dormido más de tres cuartos de hora cuando abrí los ojos de golpe, como movida por un resorte. Tenía la sensación irracional de que alguien me estaba observando.
Se me escapó un agudo grito al descubrir a una chica mirándome desde la gran ventana que daba al corto balcón de mi habitación (nueva nota para mí: electrificar el ventanal).
Al segundo que gritar, ella se acercó a mi a gran velocidad, tapándome la boca.
—Shhhh...
No tardé demasiado en asimilar quién era y callarme.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué me abordáis de esta manera? ¡Compraos una vida, hostia!
—Tienes que venir conmigo.
—Ala, ¡así de golpe! Sin invitación siquiera. Qué modales —ironicé.
—Nerea, va enserio. Tienes que venir conmigo. No es una opción.
—Déjame dormir —me acosté de nuevo en mi cama.
—No, si dormir, vas a dormir muy bien...
Y entonces sentí un trapo húmedo pegado a mis fosas nasales. Después, nada.


Desperté tiempo después. Supuse que serían las siete de la mañana, pues los primeros rayos de sol entraban vergonzosos por una ventana situada en el techo de la estancia.
Abrí los ojos de golpe. Esa no era mi habitación. Acababa de caer.
Era una sala de paredes blancas y suelo enmoquetado negro. Yo estaba acostada en una cama de matrimonio con colchas de distintos tonos marrones y almohadas blancas, y un cabezal de madera que escalaba la pared hasta el techo hasta fusionarse con la enorme estantería de madera que se elevaba justo delante de mí, pegada a la pared de enfrente. Una bonita televisión se distinguía justo en su centro.
Me eché un vistazo. Seguía con mi pijama.
Me levanté de la cama y andé por la habitación, observándolo todo.
—¿Qué clase de sitio es este...?
Me sobresalté al oír la puerta abrirse.
—Vaya, veo que ya te has despertado. ¿Cómo has dormido?
—...
No sabía qué decir. Aún estaba un poco drogada por el cloroformo y porque me acababa de despertar. Además, lo único que quería hacer en esos momentos era descuartizar a Baró, quien me había llevado a ese sitio.
—Veo que estás enfadada... No me extraña. Ya se te pasará.
—¡Qué se me pasará! ¿Tú sabes que el secuestro es un delito que se pena con la cárcel?
—Baja los humos, niñata. Te he salvado la vida: deberías estar agradecida.
—¿Salvarme la vida? ¿De qué cojones hablas?
—Ayer La Por asaltó tu casa.
—¿La qué?
—La Por, ese grupo al que tu llamas mafia.
—Osea, donde tú estás metida. Asquerosa. ¿Y por qué mi casa? ¿Qué han hecho? ¿Y mi familia? —me había acercado mucho a la chica intentando reprimir el enfado, pero ella no mostraba el más mínimo atisbo de miedo o alteración.
—¡Deberías dar las gracias porque te he salvado la vida y dejar de insultarme!
Sin siquiera pensarlo mi mano se vio de repente golpeando su pómulo derecho y dejándola suficientemente marcada como para que no se vaya en un buen rato.
—Oh, no has debido hacer eso...
Sentí un fuerte golpe en el labio y tras eso, me encontré en el suelo con un increíble dolor de espada por culpa de la caída. Un terrible grito se me escapó de entre los labios al intentar levantarme. Miré hacia arriba y vi a Baró preparándose para asestarme de nuevo un puñetazo en la cara, pero nunca llegó, pues justo cuando yo ya estaba cerrando los ojos dispuesta a recibirlo apareció ''alguien'', cuya voz ya sabía de memoria.
—¿Qué te crees que estás haciendo? ¡Déjala en paz! Te envié por ella para ayudarla, idiota, ¡no para matarla tú! Vete de aquí. ¡YA!
Dicho y hecho, tras mirarme mal, Baró salió de la habitación.
—¿Estás bien? —me preguntó Scott tendiéndome la mano para ayudar a levantarme.
Asentí con la cabeza.
Me sonrió y miró mis labios.
—Lo tienes roto... Habrá que coser —me dijo a la vez que posaba su mano en mi mentón—. Ven, sígueme.

Me dirigió, a través de una serie de pasillos y salas interminables a una habitación enorme en la que había un par de camillas y bastantes, aunque no abundantes, armarios con utensilios médicos y medicinas.
—Te traigo a la nueva, Harries. Ya se ha metido en problemas.
Espera, ¿Harries? ¿De qué me suena ese nombre?
—Anda que has tardado, guapa —comentó riendo el chico que estaba de espaldas al fondo de la sala.
Estaba agachado buscando algo en uno de los armarios y cuando se dio la vuelta tardé unos pocos segundos en reconocerle. ¡Ya está! ¡Es él!
—¿Tú?
—Yo —respondió con una gran sonrisa.
—Pero... pero... —miré alternativamente a los dos chicos—. ¿Finn?
—El mismo —sonrió de nuevo—. Siéntate —me dijo dando un par de golpes a una de las camillas—. Vamos a curarte eso.
—Bueno, os dejo aquí. Luego nos vemos —se despidió Scott antes de desaparecer por la puerta.
Finn se sentó justo delante de mí para curarme el labio. Estuvimos bastante tiempo en silencio, mientras el me limpiaba la herida.
—¿Cómo te has hecho esto?
—Le pegué a Baró y ella me devolvió el golpe —respondí, tímida.
—Menuda bienvenida —dijo sarcástico, y volvió a reír.
—Sí...
Reí yo también, y después volvimos a quedarnos en silencio. Me cosió la herida. ¡Sí que pega fuerte esa tía!
—Ya está. Intenta no pelearte hasta dentro de un rato. —Colocó todo los que había utilizado y volvió a sentarse enfrente de mí.
—¿Qué haces aquí, sea donde sea que estemos? —le pregunté de repente.
—Lo mismo que tú.
—¿Y qué hago yo aquí?
—¿No te lo han dicho?
—Sólo que han asaltado mi casa... Pero no sé nada más. ¿Qué ha pasado con mi familia?
—Por lo poco que he podido oír, ya que no cuentan nada a los internos, al parecer La Por registró tu casa y tal fue su enfado al no encontrar a nadie dentro que la quemaron.
¿Que la quemaron...? El lugar donde he vivido toda mi vida, convertido en cenizas.
—Joder... —susurré entre lágrimas llevándome las manos a la cara. De repente caí en una cosa que había dicho—. Espera, ¿no encontraron a nadie?
Él negó con la cabeza.
—No me preguntes por qué, porque no lo sé. Ahora deberías calmarte. Ven.
Me abrazó y me alcanzó unos papeles para secarme las lágrimas. Me sonrió y se levantó para ir hacia donde estaba cuando entré a la sala. Entonces me di cuenta de que cojeaba.
—Cojeas un poco... ¿Cómo tienes la pierna? Ya ni me acordaba.
—¿Eh? —la miró y volvió con su sonrisa hacia mí—. Ah, sí. Ya está bien, aunque los médicos me dijeron que no quiere regenerarse del todo, así que tengo una cojera perpetua.
—Lo siento...
—No lo sientas. Mejor cojo que sin pierna, ¿no crees? He tenido suerte.
Asentí. Tiene toda la razón del mundo. Me sorprende lo positivo que es con todo. Desde que le conocí no ha borrado la sonrisa de su cara. Desde luego, es especial.
—No me has respondido antes... ¿qué haces aquí exactamente? —le pregunté tímida. Ya le estaba haciendo demasiadas preguntas y acabaría por hartarse de mí.
—Ah, no me han dicho mucho. Sólo: «Es todo para protegeros. Lo entenderás más adelante, cuando estéis todos reunidos.»
—¿Quiénes somos todos?
Su respuesta fue un movimiento de hombros en señal de que no conocía la respuesta.
—Lo sabréis ahora mismo. Seguidme.
Scott había vuelto a aparecer por la puerta y nos hablaba apoyado en el marco de ésta.
Finn y yo intercambiamos miradas. Por fin llegan las respuestas.

miércoles, 27 de agosto de 2014

Capítulo 7.

Me desperté más temprano que de costumbre, sin necesidad de despertador. Raro en mí.
Pronto estuve ya levantada, y ya que me sobraba tiempo, decidí darme una buena ducha de agua fría, para despejarme.
Cuando salí, media hora después, me peiné con una simple cola alta, dejando mi pelo secarse al aire libre, y me vestí con una camiseta gris de tirantes metida por dentro de mis vaqueros rotos, unas converse blancas, una chaqueta de cuero color crema y, como toque final, un brazalete de plata fina.
Bajé hacia la cocina, intentando hacer no hacer el más mínimo ruido para no despertar a mi familia, que aún dormían. Desayuné un zumo de naranja, algo ligero, y una napolitana. Justo cuando acababa de abrir esto último, llamaron al timbre.
—Muy buenos días, bella dama, hoy está deslumbrante. Coge tus cosas y vámonos ya. Vamos, vamos, vamos… –dijo Keegan tan rápido como pudo nada más abrirle la puerta. Entró en mi casa hacia la cocina y recogió todo lo que había dejado de mi desayuno encima de la isla. Volvió hacia a mí, recogió de al lado de la puerta mi mochila, se la colgó al hombro, me empujó hacia la calle y cerró la puerta.
—¿Pero qué…? –no me dejó terminar. Cogió mi mano y se la llevó a la altura de la cara, mordiendo la napolitana, intacta, que aún llevaba yo sujeta–. ¡Oye, que es mía!
—Pues muy rica. Casera, ¿verdad? Me encanta. Venga vamos –volvió a hablar a una apresurada velocidad. Justo después bajó las escaleras del porche y se dirigió al coche que estaba justo en frente de mi casa, donde, en el maletero, guardó mi mochila, para luego dirigirse al asiento del copiloto.
— ¿Hola? –“saludé” al abrir la puerta del coche.
Mi prima iba al volante, y Keegan montó a su lado.
¿Qué era eso que tenía que tenía él tan importante? A mí me parecía una simple mañana más, aunque con el rubio ocupando mi sitio.
Cuando llegamos al instituto nos encontramos con María, que nos estaba esperando, pero muy a mi sorpresa, en vez de dejar que saliésemos, entró ella al coche, y entonces fue cuando pude formular mis dudas, ya que Aroa me había obligado a mantener la boca cerrada todo el camino.
Qué agresiva.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no bajamos? –pregunté.
—Hoy no vamos al instituto –me respondió el oji-azul con una sonrisa cínica plantada en la cara–. He tenido la maravillosa idea de saltarnos las clases porque esta mañana hay partido del Barcelona B y he conseguido cinco entradas gratis en un muy buen sitio, ya que uno de los jugadores me debe un favor.
—Pero Keegan, no podemos hacer eso, ¿hola? ¿Soy la única que piensa?
—Vamos Nerea, no es la primera vez que lo haces… –me “animó” mi gran amiga María.
—¿Tú también? –le pregunté. No era normal en ella, aunque ya lo hubiese hecho un par de veces también. A mi prima no le pregunté, puesto que era común en ella. Resoplé–. Mis padres me van a matar.
Dando por sentado que había dicho que sí, todos emitieron una risa de victoria y arrancaron, dirección al Mini Stadi.
Una vez allí entramos sin problemas. Al parecer Keegan si que tenía contactos, y pudimos saltarnos la cola entera que esperaba a conseguir que facturasen su entrada. Nos lo pasamos bastante bien. El estadio casi se llenó entero, y el partido estuvo bastante bien. Muy entretenido. Y era muy gracioso ver al chico y a mi prima sufrir y gritar cada vez que fallaban o marcaban gol, o sucedía cualquier cosa que les molestaba. Y los bailes que se marcaban los dos cada vez que el Barcelona B conseguía un penalti o marcaban, eran épicos. Hubo uno que incluso llegué a grabar y subí a todas las redes sociales posibles.

—Creo que iré a comprar cualquier cosa para picotear, ¿alguien quiere algo? –dije levantándome de mi asiento. Cada uno me pidió algo de beber y unas patatas para todos, y tomé camino hacia las escaleras más próximas para poder bajar donde estaban los puestos. El descanso acababa de empezar.
Las colas de los pocos puestos que había en la entrada del estadio eran enormes. El fútbol sí que da hambre, pensé.
Diez minutos después, cuando estaba a dos personas del puesto de perritos calientes, un sudoroso Keegan apareció corriendo en mi dirección.
—Vaya, incluso empapado de sudor estás bueno. ¿Cómo lo haces, Hobbs?
—Genética, Dou –me sonrió–. He venido porque estás tardando mucho, y el partido vuelve a empezar.
—Ya me queda poco –respondí, señalando a la persona que acababa de terminar de pedir y ya se iba, haciendo avanzar la fila.
Mi amigo asintió, y se quedó conmigo esperando, con las manos metidas en los bolsillos.

Nuestros pies se despegaron del suelo sin siquiera darnos cuenta, como si alguien muy grande capaz de abrazarnos a todos los que allí nos encontrábamos nos hubiese levantado y dejado caer un par de metros más allá de mala manera, sobre el duro suelo. Eso acompañado de un potente calor que nos abrasó el cuerpo.
Quedé aturdida durante lo que debieron ser varios y eternos minutos. Un agudo pitido inundó todo aquel tiempo mi cabeza, aturdiéndome por completo. Cuando al fin pude levantarme, pude ver un puñado de policías y unas pocas ambulancias, que quedaban a lo largo de la calle, en frente del estadio.
Tocaron mi hombro y me di la vuelta de inmediato, sobresaltada, consiguiendo distinguir, a duras penas, la delicada cara de mi prima justo delante de mí.
Intentaba comunicarse conmigo, pero yo apenas escuchaba palabras sueltas y lejanas, sin entender nada por culpa del pitido que aún no acababa de desaparecer de mi cabeza.
Al final logré espabilarme, no mucho tiempo después, y ya oía todo con claridad: sirenas de policía, bomberos y ambulancias... Había mucha confusión en el ambiente.
—¿Qué ha pasado? –pregunté cuando conseguí articular palabra.
—Al parecer la banda esa que tanto se ha hecho notar últimamente ya no se conforma solo con robar –me respondió–. Han causado una pequeña explosión  –aclaró–. Afortunadamente, como ya he dicho, ha sido una detonación leve. Como la última que pusieron en la Basílica del Pilar, en Zaragoza. Un susto nada más.
Asentí con la cabeza, respirando hondo.
—¿Y Keegan?
Aroa señaló a una ambulancia situada cerca de nosotros. Él estaba sentado en la parte trasera de la furgoneta, con una chica de urgencias revisándole el brazo. María estaba con él.
—Le están colocando el hombro y curándole unas cuantas quemaduras. Nadie ha resultado gravemente herido, tranquila. Por cierto, deberías ir a que te mirasen eso –apuntó la parte trasera de mi cabeza. Me llevé la mano al lugar.
Sangraba, aunque no a borbotones, y ni siquiera me había dado cuenta.
—Perfecto –ironicé. Había aterrizado sobre mi cabeza en el momento en el que la fuerza de la explosión nos había lanzado hacia atrás–. Me voy a quedar tonta –suspiré, elevando las cejas.
Dos golpes en menos de tres días. Esto ya se estaba volviendo costumbre.

Estaba acostada en el sofá, con la radio puesta en la emisora que más me gustaba. Realmente ponían la mejor música.
Mis padres acababan de marcharse con mi hermano a un cumpleaños.
Cuando llegué a casa, sobre las doce y media, y me vieron entrar con una venda rodeándome toda la cabeza, lo primero que hicieron fue tratarme como una discapacitada. Lógico.
Aunque después de hacerme los típicos cuidados de padres curanderos, y de contarles, como respuesta a sus preguntas, lo del asalto al estadio, llegó el momento que yo más temía: la gran y catastrófica bronca que me echaron por saltarme las clases.
Todo terminó con un castigo de dos semanas sin dejarme tener vida social y centrándome únicamente en los deberes y tareas de la casa.
—Definitivamente no vuelvo a saltarme las clases en la vida –dije para mí misma con un brazo tapándome la cara.
—Me parece bien.
Me levanté del sofá de un salto en cuanto oí aquella voz, emitiendo un agudo grito a la vez que usaba un cojín como arma. Sí, muy práctico como forma de defensa en caso de peligro, lo sé.
—¿Qué haces aquí? Y, ¿por dónde has entrado? –pregunté, una vez me hube calmado un poco.
Volví a sentarme en el sofá, con una mano en el pecho, intentando recuperar el ritmo normal de mi corazón, y regular mi respiración.
—La ventana de tu habitación estaba abierta.
—¿Y por qué no pruebas a llamar al timbre de vez en cuando? Ya sabes, como las personas normales –le espeté, mirándole. Estaba sentado en el sillón a un lateral del sofá, paralelo a este, mirándome–. Te dije que no volvieses por aquí, Scott.
—Ya, lo sé.
—Pues no parece que me hayas hecho mucho caso.
—No te prometí nada.
Sí, lo recordaba. ‘’Lo siento’’, había dicho.
Sonreí sin querer al recordarlo, y borré aquel gesto en cuanto pude reaccionar.
—No me has respondido, ¿qué haces en mi casa?
Se quedó mirándome sin articular palabra, con esos ojos azules que podrían derretir glaciares enteros.
—Quería asegurarme de que estabas bien –contestó tiempo después, sin ninguna expresión en la cara.
Esa respuesta me tomó por sorpresa. No me la esperaba, y por ello el corazón volvió a irme más deprisa. Y como si él lo hubiese notado, me dedicó una media sonrisa chulesca.
—Pues estoy muy bien, gracias. Aunque parece que voy siguiendo a los tuyos, porque…
—No son los míos. Estaba dirigido por otra persona  –me interrumpió–. Ni siquiera me constaba que fuesen a poner aquella bomba. Al menos solo ha sido un susto. No iban a matar a nadie, aunque sí que explotó en el sitio equivocado. Da gracias a que no hay heridos graves –rió. Como si ese tema fuese gracioso.
Recosté la cabeza en el respaldo del sofá y me quedé mirando a un punto fijo de la televisión apagada.
—¿Cómo sabías que yo estaba ahí?
—Creo que no es asunto tuyo –se puso en pie.
—Pues crees mal –le repliqué, poniéndome delante de él.
—Ya, claro. Me tengo que ir.
Caminó con paso lento hacia la puerta, mientras se colocaba la chupa de cuero negra que habría dejado sobre el respaldo del sillón al llegar.
Mientras andaba me fijé en que llevaba una camiseta de manga corta completamente blanca, unos pitillos negros que, francamente, le quedaban verdaderamente bien y unas botas del mismo color. Y eso junto a la chupa que ahora llevaba puesta… era un espectáculo digno de contemplar.
—¿Miras así a todos los que entran a tu casa? –me preguntó, con una media sonrisa prepotente pegada en la cara. Fue ahí cuando me di cuenta de que estaba mordiéndome el labio. Sí, frente a él. Vaya idiota estaba hecha.
Me sonrojé y él rió.
—Bueno, tengo cosas que hacer –abrió la puerta y salió, bajando las escaleras del porche. Allí se paró, dándose la vuelta para volver a mirarme–. Por cierto, para que dejes de preguntar: entro así en tu casa para más precaución. No creo que a tus padres les hiciese mucha gracia verme por aquí.
— ¿Y tú que sabes? No conoces a mis padres.
—Sí, bueno… –esbozó una pequeña risa, bajando la vista a sus manos, metidas en los bolsillos de la chaqueta. ¿Qué había querido decir con eso?
Decidí no estrujarme la cabeza con más preguntas. No más de las que generaba ese chico cada vez que hablaba conmigo.
—¿Sabes? Tengo una idea para que no te la vuelvas a jugar ni con mis padres, ni pudiendo abrirte la cabeza escalando mi ventana.
—Ah, ¿sí? ¿Cuál?
—No vuelvas más. Te lo repito de nuevo –él soltó una corta pero sonora carcajada, volviendo a mirarme.
—Ya, claro –me contestó, dándose la vuelta y entrando en un Range Rover negro situado justo delante de mi jardín-. Nos vemos, Dou –se despidió de mí, marchándose en ese enorme 4x4.

Entré de nuevo en la casa y me desplomé en el sofá en el que anteriormente había estado descansando.
Sonó mi móvil.
Siempre tan oportunos todos.
-Número desconocido: Deberías dejar de repetirlo tanto -17:20
-¿Qué? -17:21
-Número desconocido: Que eres cansina pidiendo algo que sabes que nunca va a pasar -17:22
Una carcajada se escapó de mi boca.
Ya sabía quién era, aunque me costaba asimilar que dijese eso.
-¿Cómo has conseguido mi número, Parnell? -17:22
-Scott Parnell: Deberías llevar cuidado con dónde pones tu teléfono, princesa. -17:23
Ahora que caía, había tenido todo el tiempo en el bolsillo de los pantalones, pero cuando había sonado escasos minutos antes, lo había cogido de la mesa del salón. Sí que tendría que vigilarlo, sí.
-¿Ahora también tienes dotes de carterista? -17:23
-Scott Parnell: Hay que saber un poco de todo. -17:23

-Scott Parnell: Mañana nos vemos, princesa. -17:24

domingo, 17 de agosto de 2014

Capítulo 6.

A penas pude dormir.
María se quedó en mi casa la noche anterior y estuvimos hasta avanzadas horas de la noche hablando sobre lo que había pasado horas antes.

—Vamos Nerea, muévete o el profesor de matemáticas nos pondrá en evidencia delante de la clase –me decía mientras se calzaba sus bailarinas. Yo tenía la cabeza apoyada contra el armario y con la camiseta colgando del cuello, a medio poner.
—Tengo sueño. Solo hemos dormido cuatro horas.
—Yo también tengo sueño y mírame –me respondió dando pequeños saltos como un canguro de un lado a otro de la habitación–. Tachán.
La miré de reojo. Parecía tonta, pero me hizo gracia verla, así que reí y, con mucho esfuerzo conseguí despegarme del armario, dejando un círculo rojo en mi frente por la presión, y seguí vistiéndome.
Cabe decir que con un gran esfuerzo por mi parte.

Media hora después ya poníamos el pie en el instituto, llevadas por mi prima, de nuevo, cuyas preguntas sobre por qué estábamos tan cansadas y tan raras no cesaban. Además de alguna que otra broma sobre nuestras caras de drogadictas-alcohólicas.
La mañana fue como siempre, excepto por alguna que otra pregunta por el gran parche que llevaba en la parte alta de mi frente, tapando la herida que el día anterior me había hecho al caer. Al final el profesor de matemáticas, “Don Quintín”, como algunos lo llaman, nos castigó por llegar dos minutos tarde, y la maestra de inglés volvió a romper otro par de gafas. La explicación simple es que sufre un trastorno de bipolaridad.


—Bueno, y para terminar la última clase de hoy, tengo una sorpresa para vosotros, queridos alumnos –decía nuestra pelirroja profesora de arte plantándose delante de la pizarra–. Os voy a mandar un trabajo que consistirá en hacer un dibujo al óleo en lienzo –un quejido grupal inundó la clase–. No os quejéis chicos. Lo divertido va a ser que lo haréis por parejas y consistirá en hacer un cuadro que deberá tener, de una manera u otra, relación con el del compañero. Me explico –se dirigió hacia su mesa y sacó de debajo un par de cuadros–: en estos cuadros podéis ver cómo en uno, hay un candado cerrado y en el otro una llave con los mismos motivos decorativos que el cerrojo, además, hay una cinta rosa en cada cuadro, que si unimos forman una. Esto es a lo que me refiero: compatibilidad. No es tan difícil –habló, guardando, mientras, los cuadros. Resoplé.
—Ya, pero siempre cuesta ponerle ganas.
—Pues habrá que dejar de ser tan vagos y hacer algo productivo, Nerea –roté los ojos.
—En fin, al menos podemos hacer algo razonable. Total, nos conocemos bastante –le dije a María, pero fui interrumpida por la maestra.
—Ah, no, no, no... –rió–. No se lo he dicho: las parejas las he elegido yo. Ya las tengo distribuidas.
—¿Qué? Pero, ¿por qué? –preguntó Alexis, un compañero.
—Porque los conozco muy bien, señores, y quiero evitar que elijan a los mismos de siempre –mierda– ya que sé que será demasiado fácil. Por eso voy a complicarlo un poco, además, os ayudará a relacionaros con más gente con la que no soléis hablar -volvió a su mesa y se sentó en ella. Cogió su libreta y la abrió por una página donde había un montón de nombres.
Empezó a nombrar a todas las parejas que ella misma había elegido para el dichoso trabajo, mientras que yo tenía la barbilla apoyada en mi mano.
—María Llano con Rosa Pérez –oh, no–, y Nerea Dou con Scott Parnell.
—Cómo no –dije en voz alta, expulsado un gran y sonoro resoplo.
—¿Tiene algún problema, señorita Dou?
—No, claro que no. A sus órdenes, señora –ironicé.
—No le hables así a nuestra profesora, Nerea. Muy mal –rió él un par de filas más atrás que yo.
—Tú te callas.

Estuve todo el camino a casa hablando con María sobre lo molesto que iba a ser tener que trabajar con Scott. Por una parte no quería estar tanto tiempo con él, porque me ponía nerviosa, pero por otra parte sí que tenía ganas de pasar el rato fuese necesario, todo para saciar la intriga que despertaba en mí ese chico de precioso ojos azules. Y me odiaba a mí misma porque hubiese una parte de mí que sí quisiera conocerle.

—Bueno chicas, me voy a comprar. Si necesitáis algo, me llamáis –nos dijo mi madre saliendo por la puerta.
—Sí, mamá –le contesté y cerró la puerta con un sonoro portazo–. Que delicada es –reímos mi amiga y yo.
—Y que lo digas... Bueno, creo que esto ya está –informó cerrando su libro de ciencias y metiendo todo a su mochila–. Oye, Nerea, ¿te parece que cuando termines vayamos al hospital?
—¿Para qué? –no dejé que contestara, porque con su mirada me lo dijo todo–. Oh, no María... No quiero involucrarnos más en el asunto. No –sentencié volviendo a mis deberes.
—Vamos, será un rato nada más. Además, le ayudamos a salvarse. Seguro que quiere darnos las gracias.
—Seguro –ironicé. A partir de ahí, durante los tres minutos siguientes, no hizo más que rogarme por ello.
Muy a mi pesar, accedí.
—Bueno vale. Que pesada eres. No te quedas sin aire, eh. Iremos, pero no nos quedamos mucho rato.
—¡Bien! Gracias.
Tal y como le dije, fuimos justo después de que yo terminase mis tareas.
El hospital quedaba bastante lejos de mi casa, así que tuvimos que ir mediante autobús. Tardamos bastante en llegar, alrededor de cuarenta y cinco minutos, más o menos.
—Perdone, venimos a ver a un chico que fue ingresado ayer. Pelo castaño y ojos del mismo color. Lo trajeron porque había recibido un balazo en la pierna. ¿Sabe si está estable? ¿Puede recibir visitas? –hablaba María con la recepcionista.
—Sí, claro, ya está despierto y puede recibir visitas. ¿Son familiares? –yo negué con la cabeza.
—No, no. Somos las chicas que lo encontraron herido –la mujer tecleó en su ordenador. Desde que habíamos entrado no había podido dejar de mirarla.
A juzgar por su aspecto, tendría unos sesenta y pocos años. A punto de jubilarse, seguramente. Era una mujer de apariencia débil y menuda. Su piel era blanca como la leche y muy arrugada, reflejo del transcurso de su, aparentemente, aburrida y pesada vida. Tenía los ojos verdes pardos, con los párpados extremadamente maquillados de un azul intenso, y delineados de mala manera. Sus labios eran finos, tanto que apenas se distinguirían si no fuese por el lápiz labial rojo que los resaltaba, y sobre su nariz, pequeña y aguileña, reposaban unas grandes gafas redondas de montura blanca, muy llamativas a pesar de su discreto color.
—De acuerdo. Habitación doscientos treinta y seis, tercera planta.
—Gracias.
Subimos directas a donde nos marcó la simpática recepcionista, con alguna ayuda de los médicos que nos encontramos por los pasillos.
El último al que nos encontramos, un hombre de unos aparentes cuarenta años, calvo y de ojos azules que vestía una larga bata blanca, nos acompañó hasta la sala, donde nos dijo que nos quedásemos un momento en la puerta, mientras él entraba.
—Señor Harries, unas señoritas han venido a visitarle. Dicen que son las que le encontraron ayer -oímos la voz del doctor en el interior de la habitación. Después se hizo el silencio durante unos cuantos segundos, hasta que le vimos salir por la puerta. Nos dio paso con una suave inclinación de cabeza y se marchó por uno de los pasillos.
María fue la primera en pisar el interior del cuarto.
—Permiso –dijo con vergüenza, mientras entraba a paso lento.
Nada más acceder al interior se podía ver perfectamente todo el lugar. La cama en la que se encontraba el chico estaba pegada a la pared izquierda, al lado de las ventanas, y en la pared de la derecha, justo en frente de la cama se situaba un gran sofá de color granate oscuro, que se podía ver de lado al abrir la puerta, y donde pude distinguir que había una mujer tumbada, durmiendo.
—Vaya, hola, me alegra poder veros sin tener una bala incrustada en el gemelo. Pensé que no ibais a venir.
—Sí, bueno, queríamos ver cómo estabas. Me asustó bastante verte así –rió nerviosa María, mientras miraba fijamente los ojos del chico.
—¿Tu pierna está bien? –pregunté, atrayendo la atención de él, que miraba a María.
—¿Eh? Ah, sí. Afortunadamente no ha llegado muy lejos ni ha tocado hueso. Y ayudaste mucho presionando la herida, así que me recuperaré, aunque tardaré bastante –me sonrió. Vaya, es bastante guapo.
—Me alegro. Por cierto, soy Nerea –me presenté–, y ella es María.
—Encantado. Yo soy Finn –volvió a sonreírnos, esta vez a las dos. En ese momento oímos ruido en la zona donde se encontraba el sofá, por lo que dirigimos nuestra atención hacia allí–. Oh, mamá.
—Así que vosotras sois las que salvasteis a mi hijo, eh. No sabéis lo mucho que os lo agradezco –nos agradeció la mujer que anteriormente habíamos encontrado durmiendo en el sofá, mientras nos abrazaba fuertemente. Era una mujer bastante amplia y robusta, de brazos y piernas anchas, y de altura igual que yo. Su pelo era largo y liso, de color rubio y ojos azules eléctricos. Quién diría que es su madre–. Ay, mi pequeño Finn...
—Mamá, tengo diecisiete años, por favor –dijo, apartando de su propia cara la mano de su madre, cual había puesto para acariciarle la mejilla. Reímos.
—Bueno, ya te dejo. Iré a tomarme un té a la cafetería del hospital. Encantada de conoceros, chicas –le sonreímos y, dicho eso, cogió su bolso y salió de la habitación.
—Y... Finn, ¿no te han preguntado nada sobre cómo acabaste con un balazo en la pierna? –negó con la cabeza, también notoriamente extrañado–. ¿Ni cómo te encontramos?
—No, no me han preguntado nada de nada. Simplemente se han dedicado a curarme. ¿A vosotras tampoco os han interrogado?
—Qué va. No hemos dicho nada a nadie. Nos lo hemos guardado. No quiero meterme en líos –contesté.
—¿Y tu madre? Te habrá dicho algo –le dijo María.
—Tampoco. Ni si quiera ella me ha planteado una sola cuestión...
—Qué raro... –comentó María, con una mano en su barbilla.
—Sí... ¿Y cómo conseguisteis encontrarme?
—Tus aullidos nos guiaron –le respondí, graciosa. Él rió–. Y tú, ¿cómo llegaste ahí?
—Si queréis saber la verdad, no lo sé. Lo único de lo que me acuerdo es que yo estaba caminando en dirección a un restaurante de comida rápida para picar algo, cuando noté que algo me atravesaba la pierna, caí al suelo, cuando levanté la mirada, vi al hombre que te atacó –me dijo a mí–, y lo siguiente que recuerdo es verme tirado en aquel lugar detrás de aquella fea casa.
—Vale, es muy extraño... –comentó mi amiga mirándome a mí, haciendo énfasis en el “muy”.
—¿Recuerdas haberte dado un golpe en la cabeza al caer al suelo? A lo mejor te desmayaste por eso... –él negó con la cabeza.
Me quedé mirando fijamente a algún punto de la habitación, pensando, cuando el sonido de la puerta irrumpió en la sala. Volteamos a ver.
—Señoritas, la hora de visitas está a punto de terminar. El señorito Harries necesita descansar.
—Sí doctor, enseguida nos vamos –el hombre asintió con la cabeza y salió de la habitación.
—Bueno, un placer poder haberte conocido sin que nadie nos amenazase con un cuchillo –se despidió María.
—Lo mismo digo –sonrió él–. Espero volver a veros por aquí.
—Seguro –confirmé con una sonrisa, mientras andábamos hacia la puerta.
—Por cierto, recupérate –me dijo, señalándose la frente, dando a entender que se refería a mi herida.
Yo también me llevé la mano a la frente, tocando la venda.
—Ah, sí, gracias. Cuatro puntos no son nada –reí–. Hasta pronto.
Y salimos por la puerta, cerrando tras nosotras.
En la planta baja nos encontramos a la señora Harries, que ya subía para volver con su hijo. Nos despedimos de ella y nos volvió a dar las gracias.
Cuando ya estuvimos en recepción, paré en seco y decidí acercarme de nuevo a la mujer mayor que nos atendió nada más llegar. Recordé que nuestra maestra de gimnasia, según, estaba allí, por lo que no estaría mal pasarnos la próxima vez que fuésemos a visitar a Finn.
—Perdone –llamé la atención de la extravagante mujer.
—Oh, hola de nuevo, señoritas. ¿Ya han visitado a su amigo?
—Sí, sí, ya lo hemos hecho. ¿Puede decirnos si se encuentra aquí una tal señora Bachmann? No sé cómo es su nombre de pila. Somos alumnas suyas –la mujer volvió su vista al ordenador y buscó, y buscó, y volvió a buscar.
—Lo lamento, aquí no hay ninguna mujer que se apellide Bachmann. Puede que esté en otro hospital. Se habrán confundido.
María y yo cruzamos miradas, desconcertadas. Nos habían dicho que estaba allí. Todo el instituto lo decía. Incluso había oído a profesores haberlo comentado.
—Muchas gracias. Adiós –se despidió María, y salimos del hospital.
Todo estaba resultando ser un poco inusual. Mi vida en sí estaba siendo, últimamente, muy rara.

Llegamos a mi casa sobre las ocho y media, esta vez cogiendo un taxi. María recogió sus cosas y se marchó hacia su barrio. Yo me di un baño largo de espuma, para despojarme de toda la tensión que tenía acumulada en el cuerpo. Una hora más tarde, cuando logré salir de la bañera totalmente relajada, mis padres y mi hermano ya estaban en casa. Cenamos y charlamos. Me preguntaron sobre qué habíamos hecho hoy, y les contesté que solo había salido a dar un paseo con María. Por el momento prefería que todo lo que había pasado el día anterior quedase escondido para mi familia, incluyendo la existencia de Finn.
Sobre las diez decidí acostarme, puesto que quería recuperar todas las horas de sueño que había desperdiciado la pasada noche.
Ya notaba cómo caía en el sueño, cuando mi móvil sonó justo al lado de mi cabeza. Apoyado en la mesilla de noche.
—Joder –susurré, abriendo los ojos. Se me había olvidado ponerlo en silencio.
Me incorporé, sentándome con las piernas cruzadas sobre el colchón, y desbloqueé el teléfono.

-Keegan: Nereaaaaaaaa -22:06
-Por dios Keegan, ¿qué quieres? Ya estaba casi durmiendo -22:07
-Keegan: Perdona, perdona. Pero es que esto es urgente. Tengo algo que te puede gustar -22:07
-¿Qué es? -22:07
-Keegan: Aaah, sorpresa. Lo único que te digo es que mañana te recojo yo para ir al instituto. Te tocaré el timbre, y no me hagas mucho esperar porque me largo sin ti. -22:08
-Vale, pero dime qué es, porfiii. -22:08
-Keegan: Sí, claro, ahora mismo. Buenas noches -22:09
'Última vez a las 22:09'

Y ahí se quedó la conversación. No volvió a conectarse en los tres minutos siguientes en los que estuve esperando a que me dijera algo más frente a la pantalla.


-Que te den, Hobbs .l. -22:12

lunes, 4 de agosto de 2014

Capítulo 5.

''It might seem crazy what I’m about to say 
Sunshine she’s here, you can take away 
I’m a hot air balloon that could go to space 
With the air, like I don’t care baby by the way...''

Happy. 
Aquella maravillosa música inundó mis oídos. Desde luego, ¿qué mejor manera de despertar que con una canción que transmite tanto y que tiene tan buen rollo?
Hice el primer intento de abrir los ojos y un rayo de sol que se filtraba por mi persiana impactó de lleno en ellos, contrayendo mis pupilas.
Después de un fin de semana, el cual me había parecido eterno, por fin volvía a la rutina. Desconectaría de lo que me había pasado y retomaría los constantes calentamientos de cabeza por los mismos temas de siempre, que consistían en problemas de matemáticas, infinitas fechas y acontecimientos históricos imposibles de memorizar en historia y las agotadoras clases de gimnasia de la Señorita Bachmann, apellido alemán, por cierto. De ahí que sea tan exageradamente estricta.
Después de varios intentos de levantarme, los cuales parecían abdominales mal hechos, conseguí ponerme en pie. Me dirigí hacia el armario y cogí directamente la ropa que me iba a poner: una sudadera obey gris, unas mayas negras y mis Air Max blancas y azules.
Justo después fui al baño, me lavé la cara, me hice una cola alta con mi pelo rizado y bajé a desayunar.

Hija, ¿estás segura de que quieres ir al instituto? –irónico oír eso de la boca de mi madre.
Que sí, me lo has preguntado mil veces en quince minutos –respondí con tono aburrido a la vez que cogía la mochila de al lado de la puerta principal.
Mira que has pasado por algo muy fuerte, puedes sentirte despla...
Sí mamá, lo sé, que ya me lo has dicho –la interrumpí mientras mordía la manzana que tenía en mi mano–. ¿Puedes dejarme ya? Aroa me espera ahí fuera, y sí –hice énfasis en el “sí”– voy a ir. No me han disparado, no he estado a punto de caerme del punto más alto de un rascacielos y no he visto al abuelo del vecino desnudo, así que por favor te lo pido, deja de tratarme como si fuese una niña pequeña a la que le acabasen de diagnosticar un asqueroso cáncer en el pulmón, ¿vale? Gracias –dicho eso salí por la puerta, dejando a mi madre en el porche, mirándome.
Sólo me preocupo por ti, hija.
Lo sé, mamá. Y gracias, pero te pasas –y entré al coche mientras mi prima saludaba a mi madre, para justo después arrancar dirección instituto.

Llegamos y cada una nos fuimos por nuestro lado.
Por todo el camino habíamos estado hablando sobre lo que había pasado el sábado, aunque no le conté lo de Scott. Por ahora nadie lo sabía. Era la primera vez que hablaba con mi prima sobre el tema y se le notaba que le ponía nerviosa hablar del tema, pero que la curiosidad le invadía.
Me estaba empezando a cansar del asunto. Fue un intento de robo como otro cualquiera. Punto.
¡Nena! –oí la llamada de María. Reconocería su voz en cualquier lado. Fui con ella cuando conseguí verla entre el gentío. Estaba con Keegan.
Buenos días –les saludé.
¿Cómo vas?
Bien, más o menos. Solo de pensar que hoy, lunes, a segunda hora, toca gimnasia me entra un bajón... Bachmann está loca.
Pues dímelo a mí, que me toca a primera. Me han comentado que ahora le ha dado por hacernos coger pesas –nos informó Keegan. Que cansancio solo de oírlo.
Al menos tú vas al gimnasio.
Sí, es cierto. Deberíais apuntaros. Estáis cogiendo peso, eh.
¡Oye! –nos quejamos al unísono. Él rió.
Qué idiota eres –le insulté, con cariño.
Justo cuando me iba a responder escuchamos unas risitas detrás de nosotros, y cuando giramos a ver nos encontramos a dos chicas cotilleando, sin darse cuenta de la atención que habíamos posado en ellas, sobre lo que me había sucedido el sábado. Por lo que escuché, decían que me lo había inventado todo, que era patética y que si hubiese pasado de verdad, me habría pasado algo. Que nadie sale ileso de eso.
Suspiré.
Qué asco de gente –habló mi amiga–. ¿Me acerco y les digo algo? Ya verás cómo no vuelven a decir ni “mu”.
No gracias, no necesito niñera –le contesté–. ¡Y no me es necesario montar un jaleo sobre ese tema con las puertas del instituto! –levanté la voz, mirando por el rabillo del ojo a las chicas, para que se percataran.
Me miraron mal y se fueron. Cuando entramos hubo un poco más de lo mismo por todo el pasillo, incluso en clase. Entramos a Física y Química y me senté con María.
Cuando ya llevábamos un rato de clase, llamaron a la puerta. Se me heló la sangre en ese mismo momento. Sabía quién era, sin haberlo visto. Ni siquiera me había fijado de que no estaba en clase desde un principio, y mucho menos había pensado en que volver al instituto significaría volver a verlo durante siete horas seguidas, cinco días a la semana. ¿Cómo se me había podido pasar ese detalle? Sé que no podía evitarlo, pero habría estado preparada, sabiendo el efecto que causa en mí ese chico.
Estuve durante todo el día sintiendo su mirada clavada en mi nuca.


¿Te has enterado ya de por qué no ha venido la de gimnasia? –pregunté antes de morder por tercera vez mi sándwich. La madre de María no estaba, y como era costumbre comer todos los lunes en su casa, nos habíamos preparado unos bocadillos.
Me han dicho que está ingresada en el Hospital Clínic. No sé por qué, pero está de baja. En realidad nadie sabe más sobre el tema. Solo eso –respondió mi rubio amigo levantando los hombros.
No le dimos más vueltas al tema.
Keegan se fue poco después porque tenía prisa, y las dos horas siguientes María y yo las pasamos haciendo deberes, riendo y escuchando música.


 
Bueno Nerea, querida amiga, ¿piensas contarme todo lo que pasó el sábado? –me preguntó, una vez estuvimos fuera de su casa. Habíamos salido a pasear.
 Ya te lo conté.
No, me refiero a cómo ''mágicamente'' los dos individuos esos se marcharon, sin más. Llámame cotilla, pero me da que no lo cuentas todo. Es decir, nadie se asustaría de ti con un bate. Venga –a veces me asusta cómo puede saber tanto de mí.
Tardé un rato en decidirme si contárselo, aunque acabé cediendo.
María, escúchame... Necesito que me prometas que esto va a quedar entre tú y yo.
Te lo juro –dijo levantando una mano.
A partir de ahí, tras un suspiro, le conté absolutamente todo lo que pasó. Desde que me desperté, pasando por el momento de Scott, hasta la parte en que al día siguiente él mismo había vuelto a mi casa para decirme que no podía decírselo a nadie.
¿Pero estás loca? ¡Nuestro compañero de clase es un mafioso! –reí ante aquello–. Hay que hacérselo saber a la policía.
No, María, me lo prometiste. Yo sé que lo de no contárselo a nadie me traerá problemas. Sé lo que es Scott, pero... –dudé en decírselo–. Creo que confío en él. Y antes de que digas nada, no, no estoy segura de que sea alguien en quien puedas confiar pero... Es solo instinto. Confía en mí, ¿sí?
Porque te lo he prometido, que si no... –suspiró–. Tú sabrás lo que haces –se adelantó mientras andábamos, dándome la espalda.
Yo sabré lo que hago... –susurré para mí–. Eso espero.
En ese mismo instante escuché algo que me dejó paralizada. Creo que dejé de respirar, incluso.
¿Has oído eso? –pregunté a María, quien giró a verme.
No he oído nada. ¿Por qué? –me preguntó extrañada.
Y otra vez aquel sonido. Un grito. Un grito de desesperación, de dolor, pidiendo ayuda.
Como un acto reflejo, sin ni siquiera pensármelo, salí corriendo hacia donde, intuí, venía aquel sonido. María salió corriendo detrás de mí, sin saber a dónde íbamos.
Yo tampoco lo sabía, simplemente me dejé llevar. Y acabé allí, en frente de aquel gran caserón abandonado de aspecto macabro y tan tenebroso que con nada más mirarlo se me erizaba la piel.
Volví a escuchar aquel grito grave cuando María logró alcanzarme y me cogió del hombro para pararme.
Menuda carrera, muchacha. ¿Qué haces?
Escucha –y como si hubiesen estado esperando el momento, se oyó el mismo grito grave y estridente pidiendo auxilio desde detrás de aquella espantosa casa y salí corriendo hacia la arboleda de detrás de la misma.
Lo que me encontré me dejó pasmada, estupefacta. El corazón se me paró. María ahogó un grito de espanto.
Allí, delante de nosotras, tumbado en el césped se encontraba un chico moreno de pelo castaño, solo, sujetando su pierna, intentando presionar el lugar donde la sangre no paraba de salir. Mi amiga se llevó la mano a la boca y pude oír cómo empezaba a llorar.
María, no es momento de quedarse quietas. Ayúdame a presionarle la herida –le ordené mientras me acercaba al chico–. Dame tu camiseta –le dije al chico, que me miraba con sus ojos marrones grisáceos. Se la quité yo misma y me dirigí hacia su gemelo–. María, vigílale. Que no cierre los ojos... Y llama a la ambulancia –iba dándole las instrucciones mientras le hacía el torniquete en la pierna al chico con su camisa, intentando apretarlo lo máximo posible para retener la hemorragia.
¡Cuidado! –escuché, de la voz entrecortada y forzada de este, avisándome.
Y en cuanto me di la vuelta, sentí un gran dolor en la cabeza y caí al suelo. Estuve ahí durante un par de segundos, completamente paralizada. Cuando pude al fin reaccionar, me di la vuelta, quedando boca arriba tumbada en el suelo y apoyada en mis codos. Y frente a mí se hallaba la imponente figura de un hombre de unos veintinueve años, de pelo tan negro como el azabache y ojos verdes, tan intensos que te dejaban sin aliento. Me miraba con cara de superioridad, satisfecho porque se hubiese topado conmigo.
Me permití un par de segundos para mirar a María, situada a unos dos metros a mi izquierda, intentando soltarse de otro hombre que la mantenía completamente inmóvil contra el suelo al haberse tumbado encima de ella. También vi al chico de antes, ya con los ojos cerrados, totalmente inconsciente.
Y volví mi vista al tío que me había golpeado la cabeza.
Me cogió de un brazo y me levantó como si nada, agarrándome a la fuerza contra él, quedando a escasos centímetros de su cara.
No tendrías que haberte metido, mocosa.
Eres de la banda de gilipollas esos, ¿verdad? Os acabarán pillando a todos. Ojalá os pudráis en el lugar más asqueroso del infierno –le gritaba mientras intentaba golpearle desesperadamente el pecho.
Cállate ya, niña –me tiró de golpe al suelo. Caí de lado, sobre mi brazo. Solté un grito.
El hombre se apoyó sobre su rodilla izquierda, quedando a mi lado. Desde mi posición pude ver todo el recorrido que hizo su mano hasta sacar una navaja de su bolsillo y depositarla sobre mi cuello. Cerré fuertemente los ojos y al oír un golpe donde estaba María, los abrí al instante, al igual que mi agresor, que separó la navaja de mi cuello para prestar atención a lo que pasaba.
Allí donde miramos se hallaba el chico que había tenido como rehén a mi amiga tumbado en el suelo inconsciente, y a su lado, también en el suelo, María, con los ojos abiertos de par en par en dirección a quien la había ayudado a zafarse.
Scott, que le dio la mano para ayudarla a levantarse y sin más dirigirse hacia nosotros.
Vuelve a tocarla y te corto la cabeza –habló intimidante, dirigiéndose al hombre, que se puso de pie.
Algún día yo seré tu superior, y entonces te haré pagar todas y cada una de las que te tengo guardadas, Parnell. Mocoso asqueroso.
Ya lo veremos, Cristopher, ya –le respondió, mirándole mal mientras el otro se marchaba hacia el interior del bosque. Todo bajo mi atenta y atónita mirada–. ¿Estás bien? –me preguntó serio mientras me tendía la mano para ayudar a levantarme.
Supongo... Gracias –asintió con la cabeza y soltó mi mano. En ese momento se oyeron sirenas de ambulancia próximas a nuestra localización. Giró la cabeza–. Baró, lleva al chico a la ambulancia. Que ellas te ayuden y que las examinen. Ya -María vino corriendo hacia mí.
En ese momento, de la parte trasera de un gran y viejo árbol pude distinguir cómo salía una esbelta figura femenina. Era una chica de estatura media, mediría poco menos que yo. Morena de piel y de ojos tan marrones que parecían negros. Llevaba el pelo recogido en una coleta alta que le llegaba hasta el principio de la espalda, y llevaba una cinta negra atada al coletero que le sujetaba el pelo. Iba completamente vestida de negro, con un cinturón gris que le rodeaba la cintura.
Se acercó al chico del disparo en la pierna y lo ayudó a levantarse. Menos mal, no está muerto, pensé aliviada.
Vamos –me dijo María, a lo que asentí con la cabeza. Ayudamos a la tal Baró a llevar al castaño a la ambulancia, donde los médicos buscaban a quien había llamado y nos atendieron. La compañera de Scott, con una gran y amistosa sonrisa, les contó a los de la ambulancia el cuento de lo que había pasado, y nosotras nos quedamos al margen, escuchando. Al fin y al cabo nos había ayudado.
Miré hacia la casa vieja, donde en una esquina pude ver a Scott apoyado contra ella. Mirándome. Mi corazón volvió a ponerse en marcha, cada vez más rápido.
Poco después la ambulancia se marchó con el herido hacia el Hospital Clínic y nosotras nos quedamos allí, con los otros dos.
Gracias por ayudarnos –agradecí a los dos chicos, cuando Scott se hubo acercado.
Lo mismo digo. Pero eso no significa que aún no sienta asco por todos los que estáis en esa especie de mafia –habló María, con repugnancia.
Supongo que es normal. Yo también lo siento y estoy en ella... –habló la chica de la coleta suspirando.
¿Y por qué estás entonces? –le preguntó mi amiga.
Es complicado.
Sí, claro, cómo no. Todo es complicado.
No eres tan importante como para hablar de esto solo porque te he salvado dos veces, princesa –bufé ante la sonrisa prepotente de nuestro compañero de clase.
Deberíamos irnos ya, Scott. Nos estarán esperando, y nos espera una buena bronca... –comentó su compañera.
Sí, vamos –dijo empezando a andar hacia la parte trasera de la lúgubre casa–. Nos vemos, compañeras –nos dijo a María y a mí con una risa.
Encantada de conoceros –nos sonrió la chica de negro empezando a seguir a Scott–. Por cierto, me llamo Andrea, Andrea Baró.
¡Baró, vamos! –gritó ya desde el bosque Scott.
Debo irme o acabará por desquiciarse. Adiós –y salió corriendo tras él, desapareciendo los dos por el frondoso bosque a una velocidad alucinante.
Simpática, ¿no? –María me miró, sin entenderme.
Eres increíble –me dijo irónicamente mientras empezamos a andar, deshaciendo nuestros pasos, de vuelta a su casa–. Puede ser simpática, ha ayudado con el chico ese, y puede que Scott nos haya ayudado a deshacernos de aquellos hijos de su madre que nos han acorralado, pero te recuerdo que eso no quiere decir que se salven. Siguen siendo lo que son.
Suspiré. Tenía razón, pero de alguna manera, y no sé cómo, yo sabía que Scott no era como los otros, a pesar de su comportamiento; y al parecer Andrea tampoco.
Miré hacia atrás, por donde anteriormente los dos se habían marchado y volví a coger aire, todo lo que pude. Y lo solté.
Sí, todos pertenecían a la misma banda, pero... ¿Y si no todos fuesen iguales? ¿Y si hubieran retractados, una especie de resistencia que intenta involucrarse lo mínimo posible? Que no estuviesen de acuerdo con lo que hacen, que se vean obligados.
Volví a mirar hacia delante.
¿Y si resulta que no son todos completamente iguales?
Entonces no entiendo por qué están ahí. Son demasiado tontos si se meten en esos fregados sin gustarle para luego jugarse la vida. En cualquier caso me siguen cayendo igual de mal –reí ante su comentario.
Supongo que tienes razón...

Claro que la tengo –me dijo, empujándome de broma mientras reía.